130 euros

 

 

El otro día el psiquiatra me cobró 130 euros por la consulta. 

 

 

130 euros. Un menú degustación en un restorán de copetín, dos zapatillas deportivas que amortigüen los días, cinco tebeos en estupenda edición, seis libros de novedad, casi tres kilos de percebes que me devuelvan al mar. Dieciocho conejos, una cazadora para varios inviernos, dos vuelos de avión, seis elepés en Alta Fidelidad, una bici. 

 

130 euros. Once menús del día en El Pintu, siete botellas de Tándem, una noche de martinis secos con una vampira en un hotel decadente. O dos gramos de cocaína, según me apunta un amigo salaz que consume drogas, mientras otro, que empieza a manifestar unos alarmantes síntomas de afasia, me asegura que por ese montante me consigue marihuana como para, en cotidianas dosis de juiciosa cilindrada, dormir de un tirón durante un trimestre entero. 

 

130 euros. Quince cajas de Prozac.

 

O ese cuchillo chino, el Tou, que me hace tanta ilusión y que no compro porque es caro. 

 

En los últimos cuatro años he publicado un libro sobre el deseo y el consumo, pero a diario añado un nuevo párrafo a una imaginaria página extra, que engrosa la edición limitada de mi cabeza. Igual la solución con el dinero sea dejar de pensar en él. Pero entonces gasto más.

 

 

Al salir del médico calculé en cuántos de los tropocientos trabajos que he realizado en los últimos cuatro años he cobrado, o me he acercado, a esa tarifa horaria, 130 euros. Abandoné el ábaco cuando, con desasosiego autónomo, constaté que en muy pocos he alcanzado los trece pavos. Pero claro, yo no sé arreglar cabezas. Ni siquiera editarlas. O ilustrarlas. Aunque uno de los baremos para controlar mi grado de trastorno sea la frecuencia con la que dibujo en la libreta.

 

 

Hace dos meses, por cierto, pagué 130 euros por un menú degustación en un restaurante de copetín. Pero, en lugar de degustación, me sirvieron un menú de boda: marisco hervido con mayonesa, lubina y solomillo, sin cuñado borracho, suegro con puro ni pinchadiscos desoyendo las razonables peticiones de los novios. Solo me lanzaron el menú habitual en esos eventos de precio insensato. Algo debí haber sospechado cuando, al entregarme la carta de vinos, el sumiller me recomendó una botella de 225 lauros. Y oye, tan pancho el fulano. Cuando, tras los postres, aboné la comanda, por un segundo sopesé lanzarle la corbata al camarero, sacar a bailar a la señora-cacatúa de la mesa de al lado y orinarme en el ficus selvático que flanqueaba el acceso al baño.

 

Pero no uso corbata.

 

 

En todo esto cavilaba al salir del psiquiatra, mientras con la mano derecha trémula intentaba devolver la tarjeta de crédito a la cartera sin que mi mano izquierda se enterase de lo que había perpetrado. No quiero provocar un divorcio de mi yo solipsista cuando descubra que me he privado de semejante colección de deleites (tebeos, bicis, botellas, micciones en plantas) a cambio de una gravosa terapia parloteada. 

 

(Por cierto, quien escribió el dicho de las manos mendaces debía de ser zurdo. Yo, al menos, siempre le hago trampas a la izquierda).

 

 

Qué bonita es la palabra solipsista, ¿eh? Hace que tus obsesiones, tormentos e inseguridades, o sea los sabotajes que arruinan tu privilegio pensante, resuenen a poesía conspicua. El término solipsismo transforma el menú de boda en una degustación (de mierda). Los sinónimos, como los filtros de Instagram, se inventaron para hermosearnos el tedio. La sustancia de la felicidad remolonea en lo bonito, en la carantoña, en la risa tonta. Es el zángano quien confiere sentido a la rutinaria maquinaria de la colmena.

 

El caso es que fui al psiquiatra y le conté de manera bastante solipsista todo lo que me ha sucedido durante los últimos cuatro años. Lo llevaba esquematizado por bloques y guiones en la libreta, en ordenadito relato cronológico y con subrayados en rojo. No sé por qué, pero cuando voy al médico, más que paciente, me siento un alumno. En el psiquiatra, un homúnculo.

 

 

En el mencionado excel de accidentes personales de mi libreta (sin dibujos), que como todos, al ordenarlo se pretende una narración coherente (o sea, que miente), en esas páginas íntimamente destartaladas, se suceden, en total, 25 acontecimientos importantes, de esos que te zarandean la vida de algún modo, para bien o para regular. Que revuelcan los amores, el trabajo, la salud; el centro de gravedad permanente que no varíe lo que ahora pienso de la gente. 

 

“… Y  me gustaba todo de mi vida mortal, hasta el olor que le daban los espárragos a la orina”, canta Battiato en Testamento

 

Yo solo cambiaría el último verso por “el olor de mi orina vertida alegremente sobre sumilleres mongolos”.

 

 

Al recopilar mis accidentes me había asombrado de su número y variedad, de las tabernas de mi cerebro que todavía desconozco, del formidable ahínco del azar para alertarme del peligroso solipsismo. Del enólogo idiota que a veces llevo dentro. Nunca he estado a la altura de la suerte que he tenido en la vida, pero durante esta última época he desperdiciado algunas locuras, algunos episodios realmente memorables, algunas copas de altura en las que he calibrado mal el vértigo. He dejado pulpa sin escachar por ser un azogue.

 

Si quieres, quedamos un día y te refiero todos estos acontecimientos. Con detalles, incluso con anécdotas picantes. Como hay confianza, te dejo la charla en cien pavos. Pago yo el café a cambio.

 

 

También le conté al psiquiatra que llevaba sin dormir en condiciones desde hace cuatro años.

 

Sin embargo, no mencioné cómo me atrapa esta otra canción. No me parecía adecuado ponerme a cantar en nuestro primer contacto. Aunque, por la minuta que se embolsa, debería permitir que acudieras a la consulta con pandereta, guitarra y acordeón.

 

Tampoco necesité explicarle lo que ha sucedido en el mundo durante este tiempo. Estoy seguro de que su cuenta corriente, y la de todos los especialistas mentales, lo han notado en los ceros de su saldo. Aunque, quién sabe, quizá el estrés acumulado por escuchar a tantos unos tumbados en sus divanes les impida disfrutar las ganancias de los tiempos del cólera, o simplemente desconectar del trabajo, porque seguro que no pasan un día sin una maldita urgencia online.

 

 

Online, de hecho, se ha convertido en sinónimo de urgencia.

 

Online, sugerente vida frenética. 

 

Verges, 2010

 

Así que, sentado frente a los 130 euros, hablé y hablé como una urraca de dibujos animados contestando mensajes de Whatsapp. En varias ocasiones el psiquiatra me pidió que repitiera algunos datos porque no le daba tiempo a consignarlos en el ordenador. Cloqueé tan deprisa que apenas pudo mirarme a la cara en los primeros 45 minutos, hasta que di por finalizado el somero resumen de mi retahíla. Entonces, levantó la vista del teclado y dijo: 

 

“Buf, cuántas cosas. Normal que estés descentrado”.

 

No recibí el comentario como una gran ayuda. 

 

Pero entonces añadió:

 

“Aunque la verdad es que, aun con todo lo que cuentas, se nota que lo has disfrutado”.

 

Y ahí me desarmó. No tanto como para abrazarle y pagarle 140 euros, pero sí para recolocar la balanza entre precio y valor. Entre la enajenación y el solipsismo.

 

En estos cuatro años he escrito un libro sobre vampiros, pero me he dejado atenazar por demasiados miedos peregrinos.

 

Menudo Drácula de tanatorio.

 

 

Desde 2018 he descubierto que escribir libros me hace feliz (como se puede constatar en la campaña de promoción previa). Además, en las entrevistas o actos públicos me presentan como “periodista y escritor”, en ese orden, sugiriendo que el segundo título implica un ascenso en mérito o talento. Pero te voy a desvelar un secreto: es más difícil ser buen periodista que buen escritor. Cuando adquieres la habilidad de redactar de una forma competente, resulta más sencillo plasmar tus opiniones o sentimientos que los de otros. Al escritor nunca le juzgan sus personajes, solo el público. El público, en cambio, actúa como personaje y público del cronista.

 

En el libro peleas con tu vanidad y con tu capacidad, pero en el artículo lidias además con los hechos y los prejuicios, y con el siempre inaprensible punto de vista ajeno. Eso cuesta bastante más esfuerzo, requiere una habilidad especial. 

 

Es como lo de arreglar cabezas. Hay acontecimientos que realmente valen 130 euros. Básicamente, los que te sacan de tu yo. Como esta otra canción.

 

Se ha muerto Battiato, pero su gentileza hacia el débil ha sido transplantada, por azar, a Stromae. Gracias, fortuna.

 

 

Como no me daba tiempo ni el salario me permitía un cuarto de hora extra con el psiquiatra, tampoco le confidencié uno de los pensamientos más recurrentes que me asaltan durante los últimos cuatro años: me he dado cuenta de que, a pesar de amar la comida, a pesar de haber escrito un libro sobre gastronomía, a pesar de ser periodista y escritor, y a pesar de morder cuellos en cuanto percibo alrededor un latido acelerado, no sé preparar una salsa de tomate deliciosa. Me sale rica pero no riquísima. ¿La causa? La misma zancadilla de tu pierna zurda que recogen los últimos versos de L’enfer a cuenta del solipsismo: le he dado demasiadas vueltas a cómo mejorar mi salsa, mezclando más y más ingredientes, y he olvidado que su éxito se basa en la sencillez. O, en palabras de Stromae:

 

“Sabes que he estado pensando mucho.

Y realmente no sé qué hacer contigo.

Exacto, pensar.

Ese es el problema contigo.”

 

 

Si a alguien le apetece enseñarme a cocinar una salsa de tomate deliciosa, estoy dispuesto a pagarle hasta 130 euros. Pero tiene que dejarme cantar mientras remuevo el sofrito durante más de una hora.

 

 

“En la cocina no hay mentiras. Ni hay dios. Si lo hubiera, no podría ayudar a nadie”, dice en Crudo mi amado suicida Anthony Bourdain. “No hay credenciales, no hay embustes, no hay frases elocuentes, no hay peticiones de clemencia suficientes para cambiar la realidad fundamental”. 

 

En la cocina no hay miedo. El cuchillo es parte de tu brazo.

 

 

Te cuento todo esto, Remar, para, en primer lugar, regresar al dibujo y a las canciones mientras guiso. Y sobre todo, para ponerme a escribir el nuevo libro una vez desalojado de mí mismo. Tengo el título, un probable primer párrafo, un esquema en la cabeza, dos libretas llenas de notas, un álbum de fotos para dibujar y muchas horas de grabaciones en audio con el protagonista contándome su fantabulosa vida. Es a la vez personaje, público y familia. Sangre, derroche y comida. 

 

Hoy empiezo a hermosear sus accidentes con un formidable relato. Y quiero consignarlo en este diario. Sin prisa por teclear. 

 

Mejor empezar con garabatos. Zanganeando.

 

 

Espero vender los suficientes ejemplares para recuperar, al menos, 130 euros.

 

 

 

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