Chorizo de vermú, flipa

Estoy haciendo un chorizo de vermú. O mejor dicho, me lo están haciendo. Nos lo están haciendo, para ser totalmente exactos, ya que somos un grupo de amigos algo descerebrados con la comida y la bebida los que hemos encargado semejante invento charcutero a la empresa González Romero, que lleva ya cuatro generaciones en el oficio de convertir cerdos, terneros y otros animales en cosas que se cuelgan.

Los promotores del Dry Chorizo (mejor que chorivermú, ¿no?) jugamos sobre seguro, porque no abundan precisamente este tipo de profesionales chacineros, gente que a la sabiduría familiar añada un servicio tan particular como elaborarte el embutido que a ti te dé la gana. Tú les dices lo que quieres, con qué proporciones de carnes, especias, licores o whatever insensatez que se te ocurra embuchar, ahumar o curar, y ellos te lo preparan asesorándote sobre tu idea inicial, que probablemente sea un poco descabellada –véase un chorizo de vermú o un jamón de suegra–.  Y si llegas con esa receta casera para las longanizas o las morcillas recuperada en un arcón que encontraste en el desván de la casa de tus abuelos, de cuando en el antiguo corral se mataban gochos, conejos y pollos, esos mismos sabores de fiesta y también de invierno olvidados que no has vuelto a recuperar desde que se acabaron aquella ganadería doméstica y los duros tiempos que la obligaban te los apañan tal cual en en González Romero (con la salvedad de toda la gente a la que eches de menos al comerlo). Sartas a la carta, esa es la propuesta, ese es el imaginativo negocio. Incluso si quieres elegir los animales que elijas, ellos te lo gestionan, para que pasado San Martín o San Capricho tengas en tu coqueto apartamento made in Ikea docenas de ristras pendulándote los techos como si fuera un día cualquiera en Texas. Un lujo, vaya.

Elizabeth Taylor, comiendo un lomo curado en Ariza.
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