Lara Rodríguez (Gijón, 1984) cambió un buen día de oficio. Iba a coger un vuelo al Reino Unido para trabajar en un comercio, pero decidió cogerlo para buscarse la vida como cocinera. No había entrado en una cocina profesional nunca. Hoy está al frente del Kraken, el restaurante del Acuario de Gijón, que en apenas un año ha conseguido una clientela de las que buscan sorpresas. Risueña, con determinación, Lara ha fundado además la Asociación de Cocineras de Asturias y aspira a que su chaquetilla brille por todo lo alto. Uno de sus tatuajes, de hecho, es una figura japonesa con solo un ojo acabado, que rematará cuando consiga un objetivo que no me desvela aún. Le hago la entrevista después de que me mandara un mensaje por Instagram con un pequeño correctivo…
–Me echaste en cara que no entrevistaba a ninguna chica y aquí estoy. Porque tenías razón.
–Es que es verdad (ríe).
–Correcto. Cuando empecé las entrevistas decidí que cada entrevistado eligiera al siguiente, que me lo sugiriera él. Y claro, hasta ahora todos habían propuesto chicos. Así que lo mejor es pasar ya de ese mecanismo… Creo que tú empezaste en cocina hace relativamente poco, unos siete años, con una historia bastante singular…
–Yo siempre quise hacer cocina, pero en mi casa no les gustaba, no estaba bien visto hace unos años. Mi madre me decía: “¿Cómo vas a hacer cocina? Eso es de hombres, es muy duro, tienes que estudiar algo”. Y estudié Ingeniería Industrial.
–Pero desde guaja ya te gustaba la cocina. ¿Te venía de familia?
–No. Mi madre siempre cocinó mucho y también mi hermana mayor, con la que me llevo 17 años. Pero no se dedicaba nadie, solo una tía en Madrid que era jefa de cocina, pero no me venía por ahí.
–¿Qué ingeniería hiciste?
–Ingeniería Técnica Industrial por Electrónica.
–Tela.
–(Ríe) Sí, hasta hice un máster en Robótica.
–¿Y acabaste la carrera?
–No, me faltaron unas pocas asignaturas del último año porque hubo un momento en que la abandoné, no iba conmigo. Estaba además trabajando por las tardes, porque siempre fui muy inquieta. Con 5 años empecé en el Conservatorio, hice la carrera de Solfeo y Piano, que sí acabé. Mientras estaba estudiando, trabajaba: en comercio, de azafata de imagen… hacía un poco de todo. Llegó un momento en que lo dejé y seguí unos años en comercio, hasta que abrí un negocio de compraventa aquí en Gijón.
–¿Con cuántos años?
–Con 25 o por ahí.
–¿De qué género hacías compraventa?
–De todo: música, electrónica… Llegamos a hacer franquicias y a tener diez en toda España.
–¿Cómo se llamaba?
–Money Makers. Pero llegó un momento en que la crisis lo hundió todo y decidí irme de España. Antes de abrir mi negocio había trabajado en Cash Converters, donde me ofrecieron llevarles la zona norte del Reino Unido, la zona de Liverpool y Manchester. Tenía ya el trabajo, la casa buscada, el coche alquilado, el vuelo para el 18 de enero. Pero el día antes de irme, por la noche, me dije: “No voy, no quiero esto, voy a dedicarme a lo que siempre quise”. Avisé en el trabajo y me fui para Gales, que no lo conocía, aprovechando el coche que había alquilado.
–O sea que cogiste el vuelo a Londres, pero para cambiar a otra vida.
–Claro, cogí el coche y sobre la marcha busqué hoteles en Cardiff, la capital de Gales.
–¿Tú sola?
–No, iba con mi pareja. Estuve un mes allí buscando algún restaurante que me quisiera.
–Sin ninguna experiencia y recién llegada.
–(Ríe) Y con el idioma así así. Me quedaban dos días para volverme con las orejas gachas, porque me había gastado además todo el dinero de vender el negocio en vivir allí, cuando encontré un restaurante en un pueblo que se llama Bridgen, al sur de Gales. El restaurante El Prado.
–¿Era español?
–El dueño es de León, pero lleva toda la vida allí, se fue con 15 años, se casó y tuvo hijos. Quería a alguien en cocina y me dio la oportunidad. Me volví a España para coger trastos, porque el restaurante estaba cerrado una semana por vacaciones. Y cuando volví, fue la locura. Mi primer día en una cocina fue la peor experiencia de mi vida.
–¿Qué tipo de restaurante era?
–Una brasería, con un display en fresco de pescados y mariscos. Era un restaurante de bastante nivel, con clientela selecta, todo hecho sobre la marcha. No diría cocina francesa, pero en ese plan.
–¿Y de dimensiones?
–Sentábamos casi 200 personas por turno. Y en cocina estábamos siete, creo recordar.
–Y tú entras ahí como el último mono.
–(Ríe) Imagínate el primer día, la primera vez que yo entraba en una cocina profesional, y encima después de haber estado cerrado por vacaciones, con la de gente que había esperando a que abriera. Me acuerdo que por la noche me fui de allí con un ataque de ansiedad, tuve que parar el coche en una cuneta porque me encontraba fatal. Hasta tal punto, que al día siguiente lo llamé para decirle que no podía. El hombre me dijo: “Se ve que te gusta, y se te va a dar bien. Inténtalo, aunque sea a media jornada”. Acepté, pero porque no me quedaban más narices. Y salió bien: empecé haciendo ensaladas y acabé de segunda de cocina.
–¿Cuánto tiempo estuviste?
–Un año y tres meses.
–Fue entonces tu primera escuela.
–Sí. Aparte, me apunté a la Escuela de Hostelería en el Bridgen College. Daba el servicio por la mañana en el restaurante, iba a la Escuela de Hostelería, y volvía a dar el servicio de la noche. De allí me fui a Porthcawl, que es el pueblo más turístico del sur de Gales, a un restaurante que se llama Isabella’s y que era del mismo rollo, con cocina a la vista. Y si el otro era una locura, este, el doble (ríe).
–¿Por qué?
–Porque el sitio es mucho más turístico y tenía muchísima más clientela. Encima teníamos el teatro enfrente, y dábamos un menú preteatro cerrado que había que servir en hora y media. En ese tiempo sacábamos setenta y pico comensales con primero, segundo y postre, estando solo dos personas en la cocina.
–Guau. A ese restaurante fuiste porque te hicieron una oferta buena, supongo.
–Sí, fui de jefe de cocina.
–Jefa en apenas un año.
–Sí. Se llevaron además el mejor premio al mejor restaurante de cocina de Gales.
–¿Qué tipo de cocina hacían?
–Del mismo estilo del anterior, de estilo francés con un toque español.
–¿Qué entienden allí por un toque español? ¿Salsas, pinchos?
–Sí, cosas así. Y si haces una paella un día por semana, les fascina. Aunque nada tiene que ver con la de aquí, claro.
–Bueno, es que estuvimos muchos años vendiendo el mismo folclore, y luego no se conoce otra cosa fuera. Nos pasa también en Asturias con la fabada y el cachopo.
–Si alguna vez hacías algo distinto, un pastel de cabracho por ejemplo, les gustaba mucho. Porque la verdad es que los ingleses comen bastante mal (ríe).
–¿Pagan bien en esos sitios?
–Sí, mucho mejor que aquí. Los sueldos son mucho más altos y las propinas son muy altas. Yo con las propinas me pagaba el alquiler de una casa de tres pisos. Además, en Gales hay un nivel de vida muy bueno: pueblos pequeños costeros con unas casas de infarto…
–¿Cuánto tiempo estuviste en Isabella’s?
–Un año y pico.
–¿Qué aprendiste?
–La base de la cocina, sobre todo a trabajar con presión y con servicios fuertes. Todo se hacía sobre la marcha, las salsas incluidas, en una cocina vista con mil sartenes y cazos. Cogí velocidad y seriedad.
–¿Y qué sucedió para que cambiaras de empleo?
–Me ofrecieron venirme a Gijón, con Nacho Manzano, en el Gloria. Como echaba de menos a la familia, me volví. En el Gloria estuve unos ocho meses. Muy bien, porque son encantadores los dos. Fue al poquito de abrir, y el ambiente era estupendo.
–¿Qué años tenías?
–31.
–¿Y por qué te fuiste tan pronto también del Gloria?
–Porque me salió una oferta para ir de segunda de cocina al Hotel Bal de Quintueles y me apetecía cambiar. En el Gloria, al final, tienes unas pautas, y me apetecía hacer cosas más personales.
–Hasta ese momento no habías tenido responsabilidad para elaborar una carta, vaya.
–Sí. En el hotel, el restaurante lo llevaba yo, porque la primera cocinera hacía más de chef ejecutiva, con tema eventos y organización. Pero el pase, los menús semanales, la carta, los escandallos… eso lo llevaba yo.
–¿Te dieron alguna instrucción sobre el tipo de comida?
–No, me dieron libertad.
–¿Qué tipo de cocina hiciste?
–Un poco lo que estoy haciendo aquí, pero más light, experimentando. Cocina un poco moderna, pero en un hotel, que estás más limitada. Estuve un año y dos meses. De ahí me fui de chef ejecutivo a Langrehotel, a llevar los cinco puntos de venta que tenía: un catering, room service, la cafetería, el restaurante de carta y los salones de eventos.
–Solo de gestión tuviste que aprender un montón.
–Sí, sobre todo los eventos, eran una locura. De hecho, allí pensé que chiflaba (ríe), con fines de semana de dar 700, 800 comensales. Llegamos a dar más de mil comidas en un fin de semana, más el catering que teníamos de un geriátrico, que eran 90 comidas y cenas. Más la carta del restaurante, el room service y la cafetería, que enfrente tiene un centro de salud y funcionaba muchísimo, igual salían 200 pinchos por la mañana. Allí aprendí a la fuerza, fue donde más rodaje cogí de todo: gestión de personal, escandallos, organizar papeles… Hacía muchas horas, todos los días de Gijón a La Felguera, incluso había noches en que me quedaba a dormir en el hotel porque no me daba tiempo. Estuve unos ocho meses y entonces me llamaron del Acuario, apareció esto.
–Y el Acuario te convenció…
–No, al principio lo rechacé porque iba a ser un proyecto mucho más sencillo. Aquí antes había una cafetería que iban a pintar y poco más, con platos combinados. En realidad buscaban más un jefe de sala que una cocinera. Le di vueltas, porque me quedaba cerca de casa y el sitio era espectacular. Y entonces, a las tres semanas vino un directivo de Madrid y me ofrecieron estar en cocina y hacer mi carta. Me costó mes y medio decidirme, pero al final me vine en octubre. En diciembre llegó toda la junta directiva de Rain Forest, que es la empresa que gestiona esto, a conocernos y a comer. Les preparé un menú degustación, y al acabarlo, el dueño de la empresa me dijo: “No podemos hacer lo que habíamos pensado, tenemos que hacerte un restaurante y que hagas lo que quieras”.
–Jajaja, qué éxito. ¿Qué les pusiste en ese menú?
–Pues nada del otro mundo, cosas que estuvieron luego en carta: un tartar, el pulpo con picadillo de jabalí y polvo de panceta, que es uno de los platos ya fijos, unas moras de huevas de lumpo, y el tataki de presa ibérica con pesto de pistacho y fresa. Y no me acuerdo de qué más. Me dijeron: “Siéntate y dinos qué quieres hacer”. Y así salió el Kraken.
–Porque llevarías la idea ya trilladísima en la cabeza.
–Claro. Por ejemplo, el Kraken era el nombre que quería para mi primer restaurante. También quería una cocina abierta. Le conté al arquitecto qué tipos de restaurantes me gustaban, y el equipo de diseño hizo un trabajo bárbaro.
–¿Cómo formaste el equipo?
–Prácticamente todos habían trabajado conmigo, he tenido mucha suerte porque a los que he llamado se han venido. Mi jefa de sala estaba en el Bal, y se vino teniendo un trabajo fijo de muchos años. Fran, mi segundo de cocina, estaba en Langrehotel. Alejandro justo había dejado en ese momento A Catar y ahora está de jefe de Repostería.
–¿En qué año se produce esa comida con la empresa?
–2018.
–¿Y la apuesta funcionó desde el primer momento?
–Sí, arrancamos como si lleváramos varios años. Yo creo que como todos nos conocíamos tanto, sabíamos cómo íbamos a funcionar. Incluso la chica que tengo en el office trabajó conmigo en el Gloria. Abrimos el 18 de julio de 2019 por la noche, y si lo veías esa misma mañana, no te creías que lo conseguiríamos: lleno de albañiles acabando el techo, las mesas sin montar porque no entraban por la puerta…
–¿Cuánta gente trabajáis en el equipo?
–Entre sala, cocina y la cafetería de abajo, 14 personas.
–¿Qué te funciona mejor, el menú de semana o la carta?
–El menú de diario, un menú ejecutivo de 20 euros, funciona, pero mucho más la carta. La gente viene buscando la sorpresa, lo cual es una exigencia continua.
–¿Hay algún tipo de forma de cocina o algún cocinero en quien te inspires? ¿O sacas cada plato sobre la marcha?
–Soy más de probar, no sigo recetas. Los estilos que más me gustan son Dabiz Muñoz y Ángel León, por el tema del plancton y las algas que trabajamos aquí.
–El enfoque de tu carta es sobre todo marino.
–Sí, me gusta mucho jugar con microalgas, algas y con todos los productos del mar.
–¿Eso lo has aprendido aquí o lo traías de tus años previos?
–Aquí, probando cositas. Además estamos en un acuario con un equipo de biología. Un día me trajeron un plancton alimentario para que lo probara, en un botecito del laboratorio, y ahora lo estamos trabajando con Neoalgae, que es una empresa de aquí.
–Es el mismo proceso de Ángel León, que desarrolló un proyecto de I+D y, cuando dio con el producto, lo comercializó liofilizándolo.
–De hecho, tenemos contacto con su director de Investigación y Desarrollo, David Chamorro. Estuvimos con ellos en Madrid Fusión. Igual vienen en marzo hasta aquí, porque estamos haciendo cosas con su sal viva.
–El plancton es muy versátil.
–Nosotros lo usamos hasta en postres, Alejandro está haciendo un postre de plancton con chocolate blanco que está buenísimo.
–¿En qué se parece la gestión de Kraken a un negocio propio?
–No es mío, porque me pagan un sueldo a final de mes, pero lo vivo como propio.
–Pero sin la presión de tener que gestionar tu dinero…
–Es lo que quiere cualquier cocinero, que te monten el restaurante y te dejen hacer tu cocina. Yo tengo un departamento de administración y otro de marketing. Si necesito cambiar la carta, tengo las oficinas aquí abajo.
–Supongo que tienes un presupuesto y te lo gestionas, eligiendo proveedores.
–También tengo libertad absoluta. Según los cambios en la carta, cambias de proveedores, pero intento mantener algunos fijos. Cuanto más kilómetro cero, mejor. Los brotes, por ejemplo, nos los trae Manu, de Roots, en Quintueles.
–¿Dónde compráis el pescado?
–En Pescados Sanz y en Pescastur, trabajamos con los dos.
–¿Lleváis vosotros las redes sociales?
–El departamento de marketing lleva las redes, y luego yo por mi parte suelo mover la mía y la de Instagram del restaurante. Aparte, aquí en el acuario damos cenas en la zona de los tiburones y en la de sardinas, que tienen muy buena promoción.
–Supongo que quieres conseguir una estrella Michelin.
–Hombre, ¿y quién no? (ríe).
–Jaja, bueno, hay gente que no, ya no todo el mundo quiere conseguirla.
–Es verdad, hay gente que no.
–¿Y cómo se persigue? Supongo que hay una serie de pautas dentro del sector, no sé, con cocina creativa o arriesgada es más probable…
–No lo sé, la verdad. Al final se trata de dar un buen servicio, tener un sitio bonito y dar buena comida. Al final se trata de meter ruido, que venga un ojeador, y que le guste.
–¿Lees las críticas que te dejan en redes y webs?
–Constantemente (ríe). Y me cabreo mucho. Si tienen razón, no me cabreo. Pero si no la tienen, me enfado mucho. Aunque la verdad es que no podemos quejarnos, desde que abrimos las críticas en Tripadvisor y en otros sitios han sido estupendas. Una vez nos pusieron mala nota porque yo no había salido a saludar, un día que estábamos desbordados.
–¿Sigues a cocineros en Asturias, alguien que te interese especialmente lo que hace?
–Seguía mucho a Luis Menéndez, de A Catar.
–¿Vas mucho de restaurantes o no te queda tiempo?
–Sí, siempre que tengo tiempo es en lo que me gasto el sueldo.
–¿Libros?
–Sí, tengo una buena enciclopedia. Estas navidades me cayeron cuatro.
–¿En tu casa comes bien?
–Fatal (ríe). Viene mucho Glovo por mi casa. La hostelería me ha arruinado el estómago. Ahora, cuando descanso me voy a comer fuera.
–¿Usas alguna aplicación o web para combinar sabores?
–No. Tengo La enciclopedia de los sabores, pero suelo ser muy autodidacta, me gusta probar locuras. Ahora, por ejemplo, tenemos una tableta de chocolate con foie y regaliz que se me ocurrió un día echando la siesta (ríe). Mis siestas suelen ser muy creativas.
–¿Cada cuánto cambias la carta?
–Por temporada, cada tres meses.
–¿Qué artefactos usas en cocina, aparte de la Thermomix?
–La Thermomix la usamos de vaporera, la verdad, y para picar. Aparte tenemos un Ronner, una parrilla para carnes, y poco más.
–¿Cocina al vacío?
–Sí, la usamos mucho. Y bueno, lecitina, maltodextrina… el laboratorio de polvitos de todo tipo.
–¿Te gustaría añadir algún aparato a tu cocina?
–Estoy intentando que me compren el abatidor.
–¿Qué te falta entonces en el negocio?
–Pues la estrella (ríe). Hombre, nos falta rodar, porque llevamos siete meses abiertos, aunque parezca que llevamos más. Hemos dado bastante que hablar desde el principio, pero necesitamos tiempo para asentar.
–También has creado la Asociación de Cocineras de Asturias. ¿Cómo nació eso?
–Soy la presidenta y la creé en diciembre de 2018. Estaba cansada de que a las mujeres nos faltase visibilidad en la cocina, parece que solo hay hombres.
–¿Cuántas estáis en la asociación ahora?
–Algo más de veinte.
–¿Y cómo contactaste con ellas?
–Por Instagram, estuve buscando qué restaurantes tenían cocineras y contacté con ellas conforme las encontraba. Yo misma no sabía cuántas cocineras había en Asturias, y hay muchas.
–¿Qué queréis hacer como asociación?
–Bueno, darnos visibilidad. Y lo que hagamos como asociación va a ser todo benéfico, de carácter social.
–¿A ti por ser mujer te ha costado más tomar las riendas de una cocina?
–Sí. En Langreo me costó porque era una plantilla de hombres muy grande acostumbrados a tener un hombre de jefe de la antigua escuela. Aquí me costó con algún proveedor.
–Es un negocio bastante machista aún, en mi opinión. Con todos los años que llevamos con la gastronomía de moda, no hay apenas cocineras famosas.
–Sí. Yo tomé el camino de hacer cocina más arriesgada, hacer cosas distintas y meter ruido, porque tienes que hacerlo así. Si hago cocina tradicional, con buen producto, muy bien hecha, no se enteran en ningún lado. Pero si la hace un cocinero, sí.
–Ya, serías una guisandera, no una cocinera, y parece que eso es menos.
–Claro, pero si lo hace un hombre, todos dicen: “¡Guau, vaya cocinero y vaya producto!”