Hay una nueva generación de cocineros en Asturias que ya no aspiran a la fama y las chaquetillas estrelladas, sino que básicamente quieren ser felices frente a un fogón cuajando platos que hablen de ellos pero también de su alrededor: de su tierra, de su gente. De esas cosas que llenan la boca pero que a menudo, en hostelería, quedan convertidas en lugares comunes para las entrevistas y las entregas de premios.
Borja Alcázar, delantal del restaurante Abrelatas en Pola de Siero, es todo nervio: mueve las manos zumbando mientras charla, y busca las palabras por el aire porque piensa casi más deprisa de lo que su boca puede articular. Humilde, simpático al primer vistazo, habla de sí mismo con una modestia y una sinceridad contagiosas. Es feliz con su oficio, y es también uno de los cocineros jóvenes más inquietos de esta Asturias cuyo futuro se nos escurre entre fatalismos y grandonismos.
Borja arruina el tópico decadente: aparte de cocinar, apaña su propia cecina, ha plantado viñas y ha elaborado junto a Cotoya la primera cerveza «gastronómica» de la región, la estupenda Fame. No para; y sin ningún complejo. En esta entrevista, larga y suculenta como un buen puchero de invierno y desarrollada –cañas mediante– en su querido Sariego natal, Borja explica con llaneza por qué le pica tanto el niki.
–Cuéntame tu historia antes de llegar a la cocina.
–Nací a cien metros de aquí. Mi familia era una familia asturiana normal. Los mis güelos fueron mineros, mi madre fue ama de casa y trabajadora del campo, y mi padre, empleado de banca. Yo pasaba los veranos y los inviernos aquí. En mi casa siempre hubo vaques, vendíamos la leche a la Central Asturiana, siempre fuimos a la yerba… Entonces no lo apreciaba, pero ahora intento hacer ver a la gente la importancia de esa cultura, que está desapareciendo.
–Tienes hermanos o hermanas…
–Un hermano, seis años mayor. Es fotógrafo.
–¿Y qué sucede en tu juventud para que digas: «Voy a ser cocinero»?
–Molaría mucho decir que lo quise ser desde pequeño, pero no (ríe). Sí que tengo un apego especial por los mis güelos. La mi güela tenía esa virtud de hacer buenos productos, buena artesanía, para hacerte unos chorizos o lo que fuera. Los paisanos no tenían ese carisma que tenían las paisanas asturianas. De pequeño, además, recuerdo ver todos los días a Arguiñano, que me molaba mucho. Le escribí hasta cartas.
–¿En serio? ¿Y qué le contabas, que eras fan?
–(Ríe) Sí, aunque no me acuerdo mucho porque era muy guaje.
–¿Y luego?
–Luego se me pasó, porque empecé en el instituto en la Pola y olvidé esa esencia que tenía yo rural. E incluso llega un punto en que te retrae, te avergüenza en cierta forma. Lo cual es una tontería, porque con los años acaba por hacerte sentir orgulloso. Pero en el instituto la apariencia lo es todo. El caso es que no fui un buen alumno y un año repetí un curso, porque además estaba metido en mogollón de historias, en el Sindicato de Estudiantes y en otras movidas políticas. Entonces recuperé la idea de la cocina, pero más que nada por escapar de aquella situación en la que ni iba a clase muchos días. Al final dije en casa que quería estudiar en la Escuela de Hostelería, y dejé el instituto.
–¿En qué escuela de hostelería?
–Una que ya no existe: la del Campo San Francisco, el Pavo Real.
–¿Con cuántos años?
–Pues 18.
–¿Eras el abuelo de la clase?
–(Ríe) No, había un batiburrillo: gente muy joven, gente de mi edad o mayor que ya no sabía qué hacer con su vida… Y había muchos hijos de hosteleros.
–Es esa época de transición en las escuelas de hostelería, adonde hasta entonces iba gente que no quería estudiar y donde empieza a llegar gente con vocación.
–Sí, y eso que yo no tenía aún mucha vocación, se me empezó a despertar allí. Me empezó a gustar la historia, y cuando algo me gusta, me pongo totalmente a ello. Dejé de salir y hasta me corté las rastas (ríe). El primer año era solo de estudio, en Cocina, Gestión y Servicios, con una formación general. Y el segundo ya escogías una de esas especialidades. Además, justo antes de empezar me salió la posibilidad de trabajar en el restaurante La Tabla, pelando patatas y ayudando a limpiar. Te hablo de la época en la que había trabayo todo el año y en la que no se controlaba aún tanto el alcohol, con la moda esa de los restaurantes de lujo en medio de la nada. Me dijeron que podía empezar de un día para otro, y esa fue la primera cocina en la que entré en mi vida. Fue un viernes que había 90 o cien comensales, y así empecé.
–¿Limpiando o ya montando platos?
–De aquella hacías de todo, y también te ponían en seguida a montar platos, empezando por lo sencillo, los entremeses fríos. El primer plato que hice en esa cocina lo tengo ahora en la carta: ensalada de ventresca de bonito, kikos y queso de cabra. Ese plato es parte de mi historia, es rentable y 15 años después sigue gustando a la gente.
–Sí, son esos platos que al comensal le gustan y que además puede recrear luego en casa si le gusta cocinar, cosa que no sucede ya con buena parte de lo que te ponen en los restaurantes.
–Cierto, aunque a mí me pasa al revés también: como cocinero intento llevar al restaurante recetas que se hacían en mi casa, la forma en que se comía en las casas. Porque te trae muchos recuerdos.
–Es la escena de Ratatouille en la que el crítico Anton Ego se acuerda de su madre al probar el plato.
–A mí me pasa muy a menudo. Me sucedió hace poco cuando probé la cerveza Fumu de Cotoya, que me recordó al gallinero de mi güela, aunque suena mal. Pero es que era ahí donde ahumaba los chorizos. Aparte de que la cerveza estaba buenísima, el ahumado es algo muy asturiano, fue nuestro método tradicional de conservación de los alimentos.
–Volviendo a tu formación, el segundo año de la escuela eliges Cocina.
–Sí, y me pongo en serio. Rodeéme de dos amigos que tenían la misma idea de la cocina. Eran los años en los que empezó a llegar el sushi y lo asiático, y empezábamos a apreciar mucho el producto de fuera, el wagyu, el atún rojo, la fusión… Empezamos a flipar: hablábamos constantemente de cocina, ahorrábamos para ir de restaurantes y salir… (ríe).
–¿Quiénes eran esos dos compinches?
–Edgar Boto, que ye de Ponferrada y estuvo trabajando en Inglaterra, y Néstor, el hijo de los de la jamonería de Fuertes Acevedo en Oviedo. Estuvo con Koldo Royo, con Campoviejo, luego viajando por ahí, y ahora volvió al restaurante de casa porque su padre se jubila. Quizá el más soñador sobre la gastronomía de los tres era yo.
–¿En qué sentido?
–Ellos lo veían más difícil, y yo al revés, más fácil de lo que era. Pero esa actitud me llevó a intentar cosas de las que aprendí mucho. Cuando acabé la escuela después de los tres años, por ejemplo, y aprovechando para hacer entretanto las prácticas en La Tabla, donde además me pagaban, tenía todo preparado para ir a trabajar a Brighton…
–¿Tenías algo o alguien allí?
–Unas amigas que me decían que había mucha fiesta (ríe).
–¿Y fuiste?
–Pues no, porque el dueño de La Tabla me dijo que iba a abrir un restaurante en Gijón, La maleta del loco, y quería que le echara una mano aunque fuera al principio: «Tres o cuatro meses». Total, que dije: «Pues mientras preparo el viaje…»
–Y caíste en la trampa, porque luego ya no marchas.
–(Ríe) Sí. Date cuenta de que era la época en la que aún se ganaba mucha pasta, como cocineros del equipo nos pagaban muy bien. Me fui además a vivir solo con un amigo a Gijón, en verano, con toda la fiesta que quisieras…
–¿Qué año?
–2007.
–Justo el año antes de la crisis, je. Cuando creíamos que siempre íbamos a vivir con esos sueldos, o mayores aún…
–Sí. A nosotros nos pagaban una pasta, y más los días que doblábamos, que eran muchísimos. Con 20 años, imagínate…
–Y en este oficio, que es como el periodismo, donde es imposible no juntarte al salir de trabajar con lo más canalla.
–Sí, pero sin perder nunca ese amor por la gastronomía. Porque eso te une. Teníamos hasta piquillas con la gente de otros restaurantes, cosa que ahora te parece ridícula.
–El caso es que empiezas en La maleta del loco, que arranca fenomenal…
–Sí, sí, fue de los primeros gastrobares, si no el primero, que abrieron en Asturias. Estaba lleno todos los días. Los dueños ganaban dinero, nosotros ganábamos dinero, los jefes nos dejaban bastante libertad en la cocina… Y ahí estoy cerca de un año.
–Y ya no solo ejecutas, sino que participas de la elaboración de la carta.
–Sí, porque lo hicieron muy bien, ya que supieron involucrarnos. Y esa libertad, que pudieras cambiar las recetas, probar cosas, es muy importante. Mis propuestas además solían gustar, y eso con el paso del tiempo te va llenando. Entonces supieron de mí en el típico restaurante de Oviedo que había montado un constructor, que tenía mucha gente, pero donde aún así estaban descontentos con la cocina.
–¿Qué restaurante?
–El cascanueces, en Valentín Masip. Nos contrataron a mí y a un colega con el que había estudiado en la escuela como jefes de cocina.
–¿Qué colega?
–Samuel, no recuerdo el apellido. Tuvo El tocata, un local de música electrónica en la Pola. Fuimos para El cascanueces, y allí ya hacíamos lo que nos apetecía. Había que hacer un menú del día y pinchos, pero la carta la hacíamos como queríamos. La cosa funcionó de miedo. Fueron las primeras veces que tuve contacto con clientes más entendidos, con periodistas de revistas. No escribían sobre ti, pero empezaban a nombrarte. Y el restaurante estaba dando dinero. Pero como la construcción empezó a ir mal, usaron el dinero para cubrir esos otros problemas. Empezaron a no pagar a la gente y al final nos propusieron quedarnos el negocio. Llegamos a valorar hacer una cooperativa con todos los trabajadores, algo rarísimo en hostelería, donde la gente somos muy conflictiva. Las condiciones de alquiler y venta eran además un poco abusivas, y la cosa no salió.
–¿Y entonces?
–Pues uno de los proveedores ofrécenos montar un restaurante siendo socios. Ellos ponen la pasta y nosotros el trabajo. Cogimos el local que había sido Los tres caracoles, que pasó a llamarse Melibea.
–Un local enorme. ¿Seguías ahí con Samuel?
–Sí, pero no funcionó desde el principio. A mí no me gusta cómo se está llevando el negocio y llega un punto en el que me voy. Yo no valgo para estar poniendo buena cara cuando no la tengo. El caso es que me quedo unos meses en paro. Yo había valorado abrir un bar de tapas en la Pola, pero algo informal, de ahí el nombre Abrelatas.
–¿Año?
–2010, 2011.
–¿Por qué un bar informal: por cansancio, porque le ves más futuro?
–Bueno, me apetecía. Siempre me había gustado mucho el rollo de Madrid de salir de cañas y pedir unas tapas en la barra para compartir. El caso es que voy a ver locales. Este estaba muy viejo. El dueño anterior, aunque era un bar, criaba pájaros. Pero me gustó porque no quería un sitio céntrico, me apetecía algo apartado, quizá cansado por la presión del último trabajo. El caso es que hablé con el banco y abrimos Abrelatas con cuatro duros.
–Tú solo.
–Sí, ya no quería más socios.
–¿Y tiras de tu dinero o pides prestado?
–Algo pido en el banco, pero poco. Lo abrí con un gasto total de 9.000 euros, incluido fianza, licencias, obra…
–¿Y qué tienes en la carta cuando abres?
–Una sección de lates. Otro apartado de «Huevos con patatas y…». También secreto ibérico, ensaladilla rusa…, tapas muy sencillas. Abrimos con un menú del día y con mi madre, que iba a echarme una mano los tres o cuatro primeros meses.
–Otra vez la trampa.
–(Ríe) Sí. Ella no había hecho nunca nada en una cocina, pero en seguida le gustó. Pasados un par de años estábamos a punto de cerrar, porque pasamos los años malos de la crisis. Y en 2014 nos presentamos al concurso de pinchos de Asturias y quedamos subcampeones.
–¿Con qué pincho?
–Tartar de atún rojo y ternera asturiana.
–¿Por qué llevas ese pincho?
–Te va a sonar raro, pero yo cuando veo el atún rojo y la ternera parécenme igual. Tengo una teoría sobre los colores que siempre combinan.
–Sí, verde con verde queda bien: guisantes con menta.
–Eso. Bueno, el caso es que en ese momento la repercusión del concurso es enorme.
–Algo que ahora se ha perdido.
–Sí, porque las cosas han cambiado, sobre todo la percepción del público. Entonces hasta la final en El Molinón fue muy emocionante. La gente casi no nos conocía, y de repente salimos en todos los lados. Pasamos de estar escondidos a que venga todo el mundo.
–Y entonces aprovechas para avanzar.
–Sí, poco a poco, pero empezamos a cambiar la carta y hacer cosas nuevas.
–Cosa que para tu madre será una exigencia.
–Sí, pero es lo que te decía antes, ahora no quiere dejar el trabajo porque le encanta. Estuvimos un año haciendo las cosas muy bien, centradísimos. Y además luego nos presentamos al campeonato de España con el mismo pincho y quedamos finalistas. Y en 2016 repetimos en el Campeonato de Asturias, y también quedamos de nuevo finalistas en el de España.
–¿Con qué pincho?
–Con un gochu asturcelta. Entonces es cuando empiezo a centrarme en el rollo de ahora, del producto de proximidad. Y nada, empezamos a evolucionar y hacemos un menú degustación.
–¿En 2017?
–Sí. Es un menú que gusta mucho pero que nos da muchos problemas porque nos damos cuenta de que no tenemos una cocina lo suficientemente preparada.
–¿Cuántos platos tenía ese menú?
–Buf, 15 o 16. Me acuerdo que entonces lo llamamos «Cocina creativa de Borja» (ríe). Ahora ya quitamos todos los nombres propios de todos lados.
–Bueno, eso de poner el nombre del cocinero es algo bastante habitual en el oficio.
–Ya, pero a mí no me va. Te voy a contar una anécdota: a mí me gustan mucho Los Planetas, y una vez leí en una entrevista que nunca salían en sus discos. Gustóme tanto eso y admirábalos tanto, que quité los nombres propios de todos los sitios.
–Jajaja. Y volviendo a ese menú degustación, ¿qué descubres que te falta en la cocina?
–Pues que es una cocina con tres fogones, una freidora y un microondas. Nada más. No tenemos ni horno. El menú llévanos mucho trabajo, muchos cabreos… Y lo dejamos. Porque queremos llegar hasta donde hagamos las cosas bien, sin forzar. Y ahí es donde decido cambiar la carta para hacer algo funcional, que podamos hacer muy bien, y con producto asturiano. Sacamos además la denominación de Cocina de cai, como un guiño a la Street food. Y a la vez, empezamos a pensar en abrir un segundo negocio, que estamos en ello.
–¿Y allí qué vas a hacer?
–La mi idea ye extender un poquitín mi concepto de la cocina. Me gustaría poder representar toda la Asturias rural, digamos un restaurante más etnográfico que gastronómico. Trasladar a la mesa todo lo que se englobe en el concepto de país: la ganadería, la minería, la decadencia, el paisaje… Porque quiero abrirlo en Sariego y ye donde quiero acabar. Lo que no sé es si ye el momento de meterme en esa aventura. Así que voy a ir avanzando sobre seguro.
–Volvamos atrás un momento. Descríbeme qué tipo de cocina hiciste en cada sitio por el que pasaste antes de Abrelatas.
–En La maleta del loco hacíamos cocina sencilla, casera, pero con la filosofía de tener las mejores croquetas, o los mejores huevos fritos. Un rollo bastante informal. En El cascanueces queríamos ser Alain Ducasse (ríe), y ahora visto desde la perspectiva dices: «Qué flipaos estábamos». En Melibea seguimos con la misma filosofía pero ya no funcionó tan bien. Se comía bien, pero tampoco te emocionaba.
–Dime algunos platos de cada sitio que funcionaran.
–En El cascanueces tenía una hamburguesa de ternera asturiana con foie, pero integrado: llevaba cuadraditos de ternera y de foie, con tomates secos por encima. Y también las croquetas de jamón, cortadas a cuchillo y congeladas. Me acuerdo de la lubina, porque yo me ocupaba de los pescados. Gastábamos una barbaridad. Tengo una foto con una dorada de cinco kilos.
–¿Y en Melibea?
–La ensalada de tomate, con tomate seco, confitado y fresco, y con unas anchoas por encima.
–¿Y cuántos trabajadores había en cada sitio?
–Los mismos en todos: cinco personas, tres en cocina y dos afuera.
–¿Y ahora en Abrelatas?
–Tres o cuatro en cocina, y dos afuera.
–¿Por cuánto dinero comías en La maleta del loco, El cascanueces y Melibea?
–Entre 25 y 35 euros.
–¿En Abrelatas?
–Estamos en unos 30, pero tenemos un menú del día de 11 euros.
–¿Qué tecnología has ido usando a lo largo de tu carrera para cocinar?
–Ahora mismo ya te digo que poca. He usado la Thermomix, la Pacojet, horno de convección vapor… Pero ahora he aprendido a trabajar cada vez con los menos recursos posibles.
–Es el proceso inverso al habitual.
–Sí, pero ye todo acostumbrase. Hacemos las cosas como se hacían antes: un entrecot lo haces entero a la plancha en la sartén, no puedes marcarlo y meterlo al hornu, porque no tenemos hornu. Yo ya controlo el punto con los dedos.
–¿Para qué usas la Thermomix?
–Para triturar salsas, porque me gustan muy finas. Para cocinar no la uso. Solo como vaso americano.
–¿Qué has aprendido de la gestión hostelera, qué errores has cometido?
–Uno de los primeros errores ha sido no tener a mi madre conmigo antes (ríe). Y he aprendido a invertir poco a poco y con cabeza.
–¿Haces escandallo de todos los platos?
–No.
–Proveedores.
–Consumo mucho de la gente de aquí. Tengo un colega ganadero. Para mí los productos no son mejores ni peores, su valor es su historia y que sean únicos. Para mí, mi cecina es la mejor porque la hacemos nosotros. A ver cómo te lo explico: a mí me gustaría desligar la gastronomía del sabor.
–Desarrolla eso.
–Mira, me gustaría expresar platos por procesos. Me gustaría ponerte en un plato una de las cosas más sencillas que hay: una patata cruda, una frita y una quemada. Para que las comas en ese orden y veas todas las fases que hay en ese ingrediente. Es un concepto a desarrollar mucho. En gastronomía tiene que existir otro nexo de unión aparte del sabor. Que si algo a mí me gusta mucho y a ti no, pueda haber otro nexo de unión de alguna otra forma.
–Ya, algún tipo de relato en el que nos podamos poner de acuerdo sobre ese plato o ingrediente más allá de si te gusta más o menos. Que no dependa del gusto personal.
–Claro, porque ¿cómo vas a valorar algo solo a partir de tu gusto?
–Pero entonces tu relación con tus proveedores no es la convencional, a ver qué te ofrecen o a qué precio.
–Funciono de otra forma: yo les llamo y les pido cosas concretas que estoy buscando, y no espero a que me ofrezcan o a regatear precios.
–¿Qué proceso sigues cuando metes un plato en la carta?
–Me surgen ideas. Hablo con gente de todo tipo, desde historiadores hasta pastores. Y con lo que me cuentan me surgen ideas. Y ese tipo de sentimientos, por ejemplo de recuperar ingredientes antiguos, sobre todo lo que se comía antes en las casas, eso es lo que más me emociona.
–O sea que pasas de ingredientes de moda. Y supongo que también de aplicaciones tipo Foodpairing, que muchos chefs usan para saber cómo combinar ingredientes.
–Por supuesto. Es que para mí una receta ye el chorizu fritu, pero paso de meterle 17 ingredientes. Un chorizu fritu ya está. Para mí, muchos platos modernos son una búsqueda de sabores sin sentido, porque no me emocionan.
–Deduzco que no usas quinta gama.
–No. Igual algún día para una salsa concreta para un plato coges algo, pero si tiene sentido.
–¿Qué se te da bien y qué mal como cocinero?
–Se me da mal la pasta, los postres… Los arroces.
–Has empezado por lo malo, en lugar de por lo bueno.
–(Ríe). Se me dan bien los guisos y los fondos.
–¿Sales a comer para estar al día de lo que se hace en tu oficio?
–Antes iba a muchos restaurantes, pero me fui desilusionando de pagar mucha pasta por cosas que no me emocionaban. Muchos Michelin a los que fui con grandes expectativas no llegaron a cumplirlas. Ahora lo que me gusta es ir a una bodega y tomar unos chatos.
–Y no sigues webs de tendencias…
–No. Y a veces me siento raro. Pero como no me lo pide el cuerpo…
–Sin embargo, te metes en todos los saraos posibles: haces cecina, vino, cerveza…
–Mi güelo tenía vacas y yo quise hacer cecina en Asturias. Hablamos con un carnicero de Llanera que tiene secadero y desde hace tres años matamos una o dos vacas al año, y hacemos unos 50 o cien kilos de cecina. Con las viñas, siempre me gustó mucho el vino, y además me parece la mejor forma de expresar una tierra. La gente no planta viñas en Asturias porque cree que no se pueden hacer vinos con los estándares actuales de calidad, por si salen muy ácidos o lo que sea. Si ese es el único inconveniente que me pones para hacer vino en Asturias, entonces lo hago. Porque lo que no quiero es que me salga un vino como un Rioja, sino que salga con la expresión de esta tierra, vino de Sariego.
–¿Qué plantaste?
–Verdejo tinto. La idea inicial era clonar una parra que había plantada en casa de mi güela, pero que se arrancó. Encontramos una parra en casa de una vecina que parece que se sacó de aquella otra. Hablamos con el Serida y el proyecto final será clonarla y sacar vino de esa parra. Porque aquí en su día había dos terrenos con viñas que pertenecían al monasterio de San Bartolomé de Nava, que luego pasaron al monasterio de San Pelayo y al monasterio de Valdediós. Esos monasterios plantaron viñas en el siglo XV y XVI, con las que hacían vino. Yo quise recuperar esa historia, asesorado por la bodega Dominio del Urogallo.
–¿Y qué plazos tienes?
–Para beber vino de Sariego, 2025.
–¿Dónde te gustaría acabar tu carrera?
–En una casona asturiana en Sariego, cocinando lo que quiera y con la vivienda encima del restaurante.