Carlos Gallego Martínez, (Madrid, Puerta del Ángel, 1985) tiene cara de buena gente. Y en cuanto lo conoces una miaja, la intuición se confirma. Parece tímido pero habla por los codos, mucho y divertido, a menudo rascándose o tocándose los brazos para encontrar respuestas. Ha trabajado con Sergi Arola y también en Catar, donde cocinó para una de las familias reales más extravagantes del mundo. Del Golfo Pérsico se vino a Asturias a montar el restaurante Los Llaureles, en Torazo, donde su hermano Josa había abierto una casa rural, y donde sirve un menú degustación que cambia con las estaciones o con los caprichos del chef, a un precio imbatible. Carlos, además, pertenece a ese grupo de cocineros que gravita alrededor de la cena A 22 manes y que entiende su oficio como un placer a compartir. Por supuesto, lleva tatuaje, pero tenéis que acabar la entrevista para verlo.
–¿Cómo acabaste aquí? ¿Qué lazo tenías con Asturias?
–En realidad, nada. Mi hermano montó una casa rural hace 14 años y primero me propuso asesorarle con la comida, y luego ya montar algo con él.
–¿Y por qué vino tu hermano aquí?
–Porque su ilusión era montar una casa rural. Estuvo mirando una masía en Tarragona, luego en Cabo de Gata y en Asturias, y al final se decidió por esto, que no era ni una casa, era la cuadra donde tenían las vacas. Lo reformó todo. Siempre nos ha gustado la construcción porque mi padre era albañil, íbamos a trabajar con él y siempre aprendíamos algo.
–¿Y cómo acabaste en la cocina?
–Empecé con 18 años. Era muy mal estudiante, aunque me apretaba mi madre y al final de cada trimestre sacaba los exámenes. Pero lo que me gustaba era el fútbol. Jugué en el Rayo Vallecano y tuve un momento en que podía haberme dedicado, pero no era tan bueno y además tuve una lesión de rodilla. Mi madre me dijo que me reciclara y que estudiara. Mi madre estaba divorciada, era costurera, trabajaba un montón y además éramos cinco hermanos. Soy el más pequeño, la que menos me saca 11 años, me he criado solo, con lo cual me tenía que cocinar para mí. Me gustaba mucho, y cuando veía los programas de la tele me quedaba embobado, así que decidí probar.
–¿Por dónde empezaste?
–Fui a la Escuela de Hostelería pero no me cogieron. Empecé a moverme, salió un curso de cocina en el Casino de Torrelodones, y acabó siendo una suerte porque en el Casino todo lo que aprendíamos o tocábamos era para producción. En la Escuela de Hostelería a lo mejor tenías un salmón para limpiar entre 20 alumnos, y en el Casino tenías 20 salmones para limpiar tú solito. Los que destrozabas eran para croquetas (ríe) y los lomos buenos, para servir.
–Pasaste de cero a cien, de cocinarte en casa a cocinar en un gran restaurante.
–No empezabas directamente, primero había un curso donde lo que preparabas se aprovechaba en el restaurante, pero luego ya entrabas de prácticas si lo hacías bien. Yo era muy cabezón y quería aprender mucho. Los primeros años tuve una temporada en la que estaba tres meses en un restaurante y, cuando creía que había aprendido, me iba a otro.
–¿Dejaste el Casino pronto?
–Sí, me querían contratar y renuncié, porque había aprendido toda la carta, había estado en todas las partidas de pinche, y fregando. Como había tocado todos los palos, quería aprender otros tipos de cocina. A mi madre le ponía negra eso, veía que empezaba a ganar algo de dinero y que lo dejaba.
–¿Por qué restaurantes pasaste?
–Había uno que se llamaba La Alpargatería que era un infierno, era de cocina italiana pero estaba lleno de filipinos. También trabajé en restaurantes de cocina vietnamita, tailandesa y griega. Pero el más importante y el que me sentó la cabeza fue el de Sergi Arola. Estuve en el restaurante de la calle Velázquez. Empecé de ayudante, a los tres meses estaba de cocinero, a los tres meses de jefe de partida y, cuando abrieron en Juan Bravo, me pusieron de jefe de cocina a los ocho meses.
–¿Con cuántos años?
–20
–¿No te dio vértigo verte de jefe de cocina con 20 años?
–No, porque me gustaba aprender. Veía cómo organizaban la cocina para hacer los pedidos, cómo organizaban los horarios, los equipos…
–O sea que te interesaba también la gestión.
–Claro. Al tiempo también estudié Dirección de Alimentos y Bebidas en Catar, un posgrado. Porque me llamaba mucho la atención cómo distribuir el trabajo y hacer que funcione, a nivel económico y de gestión.
–Dos cosas raras siendo tan joven: que te pudiera más la curiosidad que el sueldo, y ese interés por la organización del negocio.
–Respecto al sueldo, con que me diese para no generar gastos en casa y para ir a probar otros restaurantes, en aquella época tenía más que de sobra. Y del trabajo, en general siempre me quedaba más horas si había cualquier cosa pendiente, porque me encantaba mi curro, y con 20 años tienes mucha energía. Además, con Sergi Arola me sentía muy valorado. Allí estuve casi dos años, hasta que me fui al Cenador del Prado, que tenía una estrella Michelin. Pero no era lo que me esperaba y a los dos meses lo dejé. Me salió entonces la opción de irme a Catar. Un cocinero con el que había estado, Óscar Torres, me ofreció ir de jefe de cocina para trabajar para la familia real.
–Espera, vamos por partes. Pillas a Seri Arola subido a la cresta de la ola.
–Sí, totalmente. Todo lo que tocaba lo convertía en oro. También estaba Paco Torreblanca, que era el pastelero de la Casa Real y el que hacía la repostería. El tándem funcionaba de maravilla, era exagerado cómo funcionaba aquel restaurante.
–¿Qué aprendiste con Sergi Arola?
–La organización que tenía, lo metódico que era, y cómo a productos muy humildes les sacaba un rendimiento máximo. A todo. Allí no se desperdiciaba nada. Los recortes de las patatas eran para la comida del personal. No sobraba nada. A cualquier cocinero que empezaba le ponía una báscula al lado para hacer cualquier plato.
–El máximo escandallo.
–Exacto, y eso se me metió en la cabeza. Por eso aquí aquí intentamos sacar el máximo de los productos con los que trabajamos.
–Aplicas ese aprovechamiento.
–Sí, cualquier sobrante de una merluza, por ejemplo, lo aprovecho para un guiso en la comida del personal.
–Es la base de un negocio. Cuántos cocineros han fracasado por no saber gestionar.
– Muchos compañeros se ciegan en soñar con el éxito e invierten demasiado en comunicación, pero luego esas expectativas hay que cumplirlas, y cuando se lleva poco tiempo de rodaje, es difícil. Yo veía a amigos que montaban un restaurante y empezaban a hacer platos con bogavante. En realidad, a un producto tan bueno ¿qué le vas a añadir? ¿Qué le vas a añadir a un carabinero si es espectacular por sí mismo? Si metes productos tan caros, como la trufa, tienes que cobrar más justo cuando estás empezando. Me parece más divertido coger un producto humilde, un boniato o una remolacha, y darle mil vueltas de tuerca, desarrollarlo y conseguir matices…
–…Porque en realidad no estás cogiendo un producto peor, ya que elegirás el mejor boniato o la mejor remolacha que encuentres.
–Exacto, algo que puedas desarrollar. Hace diez años, cuando abrí, me dije: “Tengo que hacer algo rentable pero que sobre todo tenga un sello propio”.
–¿Se te daba bien la gestión de personal siendo tan joven? Porque imagino a muchos cocineros viejos diciendo: “Este guaje, ¿qué narices nos va a enseñar?”
–(Ríe y resopla). Jo, me acuerdo que cuando llegué tenía una compañera que me escondía cosas al fondo de la nevera para que se pudriesen, o se las llevaba a casa para que pareciera que habían desaparecido, porque ella esperaba que le hubiesen dado mi puesto.
–Es de película…
–Ahí tienes que mantenerte en tu sitio. Yo he tenido muchos jefes de cocina que aplicaban la ley del miedo, chillarte mucho, pero en esos casos al final dejas de escuchar. Lo que tienes que hacer es mantenerte pausado y dialogar, que quien esté por debajo de ti entienda que hay que trabajar juntos y que, en cuanto haya un ascenso o un aumento de sueldo, vas a pelear por él. Que entienda que si se opone a tu sistema, solo tiene las de perder. Pero al ser tan joven me costaba.
–Un saboteador te puede arruinar el trabajo.
–El mejor ejemplo que he tenido yo con problemas de este tipo fue en Catar. Estaba de jefe de cocina con 21 años y tenía compañeros mucho mayores que yo. Llevaba la parte de cocina mediterránea del restaurante. Un cocinero empezó a boicotearme para que mis preparaciones fuesen más lentas. Yo estaba en el pase y me daban todo tarde o mal hecho. Discutí con mi jefe y me relevó a limpiar pescado.
–¿Te culpó?
–Sí, pero lo superé. Pensé: “Voy a cobrar lo mismo, pues voy a limpiar pescado, voy a aprender de la gente que lo hace y a aprender cómo mejorar mi técnica”. Como vio que así no me puteaba, me mandó a cocina árabe, porque en el restaurante era de pescado y marisco y cada día poníamos en el mostrador 300 kilos nuevos de género. Teníamos una zona donde lo procesaban, y en cocina había cuatro partes: cocina japonesa, tailandesa, mediterránea y árabe. Como los cataríes son tan peculiares, todos iban a la cocina árabe, que era lo que estaban acostumbrados a comer. A lo mejor el japonés tenía dos comandas en todo el día, porque el sushi no les mola nada, y en el árabe teníamos 300, y en el mediterráneo también. El árabe era el infierno.
–¿Qué hiciste?
–Ir currando, apoyando a los compañeros, hasta que al tiempo echaron al jefe de cocina y me subieron un par de días para estar en el pase. Había tanto trabajo que los de la plancha estaban a full, discutiendo todo el día entre ellos. Un día me quité la chaquetilla, llamé al chico de la plancha, se la di y le expliqué como cantar las comandas. Entonces me puse yo en la plancha. Al final del servicio, al chaval, que era filipino, se le acumuló toda la cacharrería, así que me quede con él fregando, hablando de nuestras familias y de lo duro que es vivir tan lejos. A partir de ese momento nos hicimos buenos amigos, aún seguimos el contacto. Y encima le entró más gusanillo de ser cocinero.
–Supongo que allí cada cual era de un país distinto.
–Sí, claro, ahí uno era de Sri Lanka y el de al lado, de Siria. Pero tienes que conseguir que se den cuenta de que aunque tengas un puesto superior, estás ahí para dar ejemplo, y fregar mejor que el que friega si hace falta. Yo tenía jefes de cocina que nunca se manchaban la chaquetilla. E intenté ser el jefe de cocina que me hubiera gustado tener. Mira, mis primeros diez minutos en una cocina fueron en el Casino con un cocinero a punto de jubilarse que tenía las manos llenas de callos y que cogía los platos de la salamandra sin trapo. Vio que era mi primer rato y me dijo al sacar un plato: “¡Niño, cógelo!”. Lo cogí, tuve que soltarlo y me levanté toda la piel (ríe). Entonces me dijo: “Eso es una lección para que siempre lleves un trapo y para que no te fíes de nadie en una cocina”. Por eso tengo la manía de llevar siempre un trapo atado detrás.
–Te creó una psicosis.
–(Ríe) Totalmente. Hombre, no es la mejor forma de enseñar.
–Es de otra época. Era la última generación de otro tipo de cocineros.
–Sí, pillé los últimos retazos de esa forma de aprender a hostias.
–Y justo pasaste luego a todo lo contrario, a la cocina moderna en todos los sentidos.
–Sí. Recuerdo también que en Catar hubo una boda para la sobrina del rey y vino Ferrán Adrià y todo el equipo de El Bulli. Trajeron el menaje, la maquinaria… Vino Paco Roncero de La Terraza del Casino y otro cocinero francés que no me acuerdo…
–Menudo elenco, será por pasta…
–En Catar ves un derroche que no te imaginas. En Ramadán cocinábamos para la familia real. Tú piensas que el Ramadán es un sacrificio, pero es todo lo contrario: pasaban el día durmiendo para estar toda la noche comiendo, de fiesta, con hinchables para los niños en el palacio, pachangas de fútbol…
–Vaya, que aun siendo en teoría una especie de vigilia casi te apetece que llegue el Ramadán.
–Llenabas una mesa con comida mediterránea, se sentaban, se lo comían en diez minutos, y se iban sin sobremesa. Y todas las sobras había que tirarlas.
–¿Qué entendían ellos como cocina mediterránea, qué platos hacías?
–Hicimos una carta muy guapa, pero no les gustaba. Si hacías paella, les gustaba el arroz muy pasado. Si hacías pescado, tenías que estar súper cocinado, reventabas el pescado. Mi objetivo en Catar era estar cinco años y ahorrar para montar mi propio negocio, porque me pagaban la casa, los vuelos, todo. Pero viví cosas muy bonitas, como cuando vinieron los de El Bulli y Paco Roncero. Aprendí un montón de cómo dividir mi cocina, a ser metódico, a que todo tiene que estar perfecto y bajo control antes del pase. Aquí por ejemplo solo cocino yo, me echa un cable mi hermano pero la cocina, la puesta en plato y el pase lo hago yo.
–Guau.
–Igual estás haciendo un snack y la espuma de la ostra y te toca sacar un postre. Por eso tengo dividida la cocina por partidas.
–Te has hecho una cadena de ensamblaje.
–Claro. Que nada tarde más de 30 segundos o un minuto, y eso lo aprendí de la gente de El Bulli. Como la mayoría no hablaban inglés, yo además hacía de intérprete. Era increíble cómo funcionaban, una maquinaria perfecta. Me ofrecieron ir cuando volviera pero cerraron, y yo me volví para aquí.
–¿Eres tan ordenado en tu vida privada?
–(Ríe) No, tan metódico no. En el trabajo sí, te habitúas. Piensa que cuando cocinas solo, si hay un imprevisto o me equivoco en algo, la lías, porque igual hay ocho mesas y veinte personas. Es como una función, ensayas un montón para que en el momento del pase esté todo perfecto. Si trabajas con más cocineros, te puedes permitir un error, porque hay más manos. Bueno, y con la edad mejoras, antes era insoportable.
–Porque andabas de mal humor.
–Sí, y te llevas el mal humor afuera. Eso te cuesta hasta parejas.
–De Catar decides venirte a una aldea.
–Sí, imagina que coges todos tus ahorros, pides un préstamo y te vienes aquí a poner maderas y cristal. Aquí trabajo mucho, porque no solo es cocinar, es llevar las redes sociales, hacer ponencias, hacer más cosas que solo la cocina… Y lo hice con 23 años. Pero a cambio aprendes a valorar más cada buen momento que nos ha traído Los Llaureles.
–¿Cómo te convenció tu hermano?
– La casa rural no funcionaba como esperaba cuando la montó. Primero le convencí para que diese comidas a la gente que se hospedaba. Yo le asesoraba y él tenía buena mano con la cocina, cuando vivía en Madrid siempre cocinaba para a sus amigos. El menú, con primero, segundo y postre, fue funcionando, y empezó a venir gente a comer sin hospedarse, por el boca a boca. Entonces mi hermano me soltó la idea de construir un restaurante anexo al hotel. Empezamos a pensar cómo sería el restaurante donde nos gustaría comer como clientes, y que además encajase en la propuesta gastronómica que le planteé a mi hermano desde Catar. Cogimos todo lo que teníamos y apostamos por esta idea. Me dejé 300 euros en la cuenta del banco (ríe), pero al final no salió tan mal, ¿no?
–Ya lo creo. Y trabajas con tu hermano, que es un estupendo jefe de sala.
–Sí, tengo mucha suerte.
–Llegaste aquí sin conocer la materia prima local, supongo.
–Sí, pero en cuanto llegas ves que es todo brutal: carne, pescado, quesos, legumbres… Creo que nos vendemos muy mal porque tenemos el mayor potencial que he visto en España. Yo tengo proveedores espectaculares.
–¿Son fijos o vas cambiando?
–Voy cambiando, porque cambio el menú cada tres o cuatro meses. Y combino materia de aquí con algunas cosas que compro fuera, porque me gusta jugar y experimentar con productos que descubro cuando viajo .
–¿En Catar tenías responsabilidad también de gestionar a los proveedores?
–No, porque allí todo iba a comisión y se lo apañaban entre ellos. Daba ideas y mi jefe hacía lo que quería. Se lo montaba muy bien, porque igual le daba por meter mejillones, y los cogía en La Boquería de Barcelona pactando una comisión. Era un cocinero que había sido muy bueno pero, llegado a determinado punto, ya solo quería la pasta.
–Qué fácil es amargarse en tu oficio.
–Sí, ese cocinero acababa pagando su frustración con la gente del trabajo.
–¿La idea de cocina con la que viniste a Asturias es la que luego has acabado haciendo?
–No. Vine con la idea de hacer kilómetro 0, todo producto de cercanía, pero es imposible porque estamos muy aislados.
–¿Qué meteduras de pata has tenido como empresario?
–(Ríe). Buf, muchas. Me metí en gastos grandes de menaje hasta que me di cuenta que solo se lo podían permitir los restaurantes con estrellas Michelin, porque como el 60% de la plantilla está de prácticas…
–Ahí has tocado un clavo fundamental: como el personal no cuesta dinero…
–Es así. Yo aprendí y ya me fui haciendo mi propio menaje con materiales más baratos, usando cosas que otra gente no usaría para presentar un plato. Me gusta que la presentación estética también hable de ti.
–¿No pensaste hacer carta en ningún momento?
–No, porque desde el primer momento tuve claro que era insostenible por dónde estábamos. Hice primero un menú de seis platos, pero eran cantidades muy grandes, y lo fui ajustando hasta once pases. Me parece más divertido que la gente venga y no sepa lo que va a comer, y más creativo para ti. A algunos cocineros les marca mucho venir de una escuela, y hacen todos los mismos platos o las mismas croquetas, pero a mí me apetecía más experimentar. Hace poco, por ejemplo, hice un menú alcohólico con Kike Rojo, de la coctelería Soda 917, dividiendo los ingredientes en ácidos, grasos, ahumados, etcétera, y probando con qué alcoholes iban mejor cada uno.
–En una prueba así puedes acabar como un piojo.
–(Ríe). Íbamos tomando notas pero después de tres horas salimos con un melocotón que no veas. Fue muy divertido.
–Cuando llegaste aquí no conocías a nadie.
–No.
–Y ahora sin embargo habéis formado un grupo que organizáis muchas cosas juntos.
–Sí, somos gente de todo tipo que nos respetamos y compartimos muchas cosas. Entrar en A 22 Manos es de las mejores cosas que me pasaron en estos años.
–Es una nueva manera de formaros, cocinando juntos y en jornadas, en lugar de ir al curso que da no sé quién.
–Totalmente.
–¿Qué os une?
–Que nos gusta la gastronomía y que muchos de mis compañeros son muy humildes. Diego, de El Pintu, por ejemplo: no vas a encontrar un tío más humilde que él. O Javi Felechosa, con quien siempre que voy a Puebloastur, o que viene el aquí, nos tiramos largas sobre la mesa diseccionando nuestros platos y compartiendo como acabaría él una receta o cómo la mejoraría yo. Esa generosidad mutua no tiene precio. Con Luis de A Catar y Mariano de El Quinto tengo también ese feeling tan especial. Hay muchos cocineros muy buenos en Asturias que no se conocen porque, como no invierten en posicionamiento, no tienen tanta notoriedad pública.
–Vais a comer a restaurantes de colegas, os colgáis las fotos y os alabáis. Esa forma de funcionar constituye una especie de guía para los que no somos cocineros, porque siguiéndoos en redes descubrimos sitios.
–A la gente que se aloja aquí les recomiendo los restaurantes, no porque sean de mis amigos, sino porque son a los que iría yo, y a los que voy cuando libro, porque me gustan. Mira, a mí Borja de Abrelatas me ha enseñado un montón de sitios de Asturias, porque él es muy asturianista. Cuando vino a Madrid, yo intenté hacer lo mismo y llevarlo de ruta a descubrir sitios. O con David Castañón, de Les Fartures, que siempre me está ayudando a descubrir productos asturianos.
–¿Tu cliente es principalmente asturiano o te viene mucho de fuera?
–Tenemos unos fieles asturianos, y se nota que el boca a boca cada vez va creciendo más.
–Llevas tus redes sociales. ¿Has hecho algo de formación o es todo intuitivo?
–Fui a un curso en Mieres al principio y ahora voy a Madrid a otro, por ir cogiendo ideas para el restaurante.
–¿Gastas dinero en publicidad?
–No. La única que hicimos fue en Mesas Top de El Comercio. Se vendieron todos los tiques en un día, no volvimos a salir, y no lo hicimos más. Pero hoy en día hay que invertir en internet.
–¿Qué es lo que mejor se te da en la cocina y lo que peor?
–Lo que mejor se me da es el pescado, y lo que peor, la caza. Por eso tengo que hablar mucho con David Montes, que es un maestro.
–¿Cuándo montas un menú partes de una idea general?
–No. Me gusta que primero haya un snack sorprendente, que haga como de muestra de intenciones. Pongo luego una crema normalmente, según la época del año, y luego ya voy añadiendo lo que me apetece. Me influye lo que como, los viajes, los libros, mis compañeros… Siempre tomo notas de todo. Bueno, pero luego tienes que poder hacerlo, que me dé tiempo, porque a veces se me ocurren platos que me parecen muy buenos pero que son inviables, porque no puedo hacerlos solo.
–¿Sigues a cocineros en redes sociales?
–A muchos.
–¿Alguna predilección?
–En el que más me fijo es Gran Achatz, de Alinea, en Chicago. Me parece que hace que el cliente esté inquieto, no sepa qué se va a encontrar. Juega con las presentaciones pero sin pasarse de fuegos artificiales. Es muy elegante, y uno de mis sueños es ir a comer allí.
–¿Sales mucho a probar cosas?
–Sí, es muy ruina (ríe). Desde muy chiquitino es mi hobby. Cuando éramos jóvenes, mis amigos me preguntaban dónde llevaban a las chicas con las que salían para quedar bien, y yo los mandaba a tomar estas alcachofas aquí o este pisco sour con un cebiche en tal lugar… Les hacía la ruta. Echo de menos Madrid porque tiene mil sitios.
–¿Lees libros de gastronomía?
–Son mi otra ruina.
–¿Usas algún tipo de aplicación de cocina, ingredientes, para combinar…?
–No. Solo uso La Enciclopedia de los sabores…
–…De Nikki Segnit, soy muy fan de ese libro. Si me la encontrase por la calle la abrazaría.
–Es un libro espectacular. A toda la gente que empieza en cocina se lo recomiendo. Si un día me quedo atascado, me pongo a hojearo a ver qué se me ocurre. Yo por ejemplo soy muy malo para sacar sabores, pero se me da muy bien recordar. Ella te guía sobre cómo combinarlos.
–¿Qué máquinas usas en cocina?
–La Thermomix, para infusionar, para merengues… No cocina, pero es muy versátil.
–¿Máquina de vacío?
–No cocino al vacío.
–¿Ronner?
–No tengo.
–Estás en lo mínimo.
–Sí, y es un reto. He cocinado con todos esos aparatos, y con cocina al vacío y con química alimentaria, con alginato y demás. Pero en este tipo de cocina no lo necesito ahora. Igual en un plato concreto. Cojo solo pinceladas, pero si tiene relación con el plato. Aparte, el voltaje que no llega aquí es malísimo y, a la mínima, salta la luz. Así que en invierno me toca apagar los calefactores de mi casa para que me funcionen los hornos. Después de dar las cenas nos cagamos de frío en casa (ríe).
–Son esos otros méritos que el cliente no ve.
– Hablamos con Hidroeléctrica pero no nos dan una solución.
–Hasta hace poco el cocinero tenía que demostrar en el menú que dominaba todas las técnicas, y ahora no.
–Sí, hubo un momento en el que si no tenías todos los botes de alimentaria de Ferrán Adrià parecía que estabas atrasado. Había fotos con 40 componentes y cinco texturas, impresionantes para las fotos, pero ahora la gente busca que los platos tengan sabor, y que lo que haya en ellos tenga un sentido entre sí.
–Que la técnica sirva al sabor y no sea una exhibición, vaya.
–Claro.
–Decías que Asturias no se sabe vender, y quizá es porque siempre vendemos lo mismo.
–Bajas al Salón del Gourmet de Madrid y siempre hay lo mismo, puestos de sidra y tal, pero no ves que potencien los quesos, las legumbres o los embutidos. Preguntas fuera de Asturias y solo te dicen cachopo, fabes y ya. Vendemos el turismo económico, barato, que la gente diga que se comió un menú por 10 euros y se puso hasta arriba porque le pusieron la pota al lado.
–Sí, nos limitamos a vende el efecto Obelix y el jabalí entero.
–Hay que vender que además de cantidad hay una calidad increíble. Hay gente que hace cosas muy diferentes, sitios de menú del día espectaculares y sitios de cocina creativa.
–En el sector todos os quejáis de lo que cuesta encontrar camareros, jefes de sala, etcétera, cosa que desde fuera suena paradójica, porque piensas que de las escuelas de hostelería debería salir gente preparada.
–Es difícil. Y aquí más, con lo alejados que estamos. A un montón de compañeros les cuesta encontrar gente. En parte porque el boom gastronómico, que nos ha ayudado mucho, también ha hecho que la gente quiera salir de la escuela de hostelería siendo chef y famoso. Y el mundo de la cocina es otra historia, mucho sacrificio y empezar desde abajo. La gente ya no está tan dispuesta a sacrificarse, ves en las nuevas generaciones que no tienen ese empuje.
–¿Hay algo que no hayas podido hacer aquí?
–Me hubiese gustado a traer a más cocineros de fuera. Es la única espina que tengo, pero me la voy a sacar.
–¿Llevas tatuaje? Porque parece ya algo ineludible en el oficio.
–Sí, uno que me hice en una pierna, en el empeine, en una despedida de soltero de un buen amigo. Los compañeros del fútbol de Madrid nos juntamos en Benidorm la misma fecha desde hace 15 años. Como siempre digo que todo lo bueno que nos ha pasado ha sido alrededor de una Mahou, me dijeron que no tenía huevos de tatuarme una chapa. Y lo hice. Me hace más gracia por lo de madrileño que por la Mahou, claro (ríe).