Diego García (1979, Villa, Langreo), cocinero de El Pintu, lleva un Paul Bocuse tatuado que le atraviesa el antebrazo derecho, con firma incluida. Ha hecho de su casa de comidas en Pola de Laviana un lugar que se recomienda de boca satisfecha en boca satisfecha desde que abrió hace un año y medio, y que llena casi todos los mediodías con un menú de 10 euros imbatible. Diego cocina hondo, y habla con una llaneza que entabla familiaridad y risas a los cinco minutos de sentarte con él. Su historia es tremenda.
Estuvimos más de una hora de charla, y al transcribirla he vuelto a pasármelo casi igual de bien. He dejado su forma de hablar tal cual, porque dice tanto de su sinceridad y su raíz como el negocio que ha montado.
–Me recomendó que te entrevistase Manu, de Eseteveinte.
–Sí, nos llevamos muy bien. Me ayudó mucho. Y gústame mucho su casa.
–Hay compañerismo en el oficio. Antes no había tanto, ¿no?
–No, no, qué va. Ahora sí lo hay, pero es como les recetes, que antes eran secretas. Que ye una tontería, porque está todo inventado. Lo mejor es llevarse bien.
–Cuéntame cómo llegas a la cocina.
–Siempre me gustó la cocina. De pequeño pasaba mucho tiempo en casa de mi güela, porque tengo un hermano discapacitado que pasó muchas épocas en el hospital. Tenía que ir a Santader, y claro, mi padre y mi madre tenían que marchar con él. Y yo me quedaba con la mi güela, que vivía al lado. Y la mi güela cocinaba muy bien, lo hacía muy bien todo.
–O sea que literalmente aprendiste a cocinar con tu abuela.
–Totalmente. Me acuerdo siendo un críu de aquel programa de televisión, con la Santonja…
–Con las manos en la masa.
–Sí, llamábame la atención porque la canción era de Sabina, y a mí gustábame hasta la canción (ríe).
–¿En qué trabajaban tus padres?
–Mi madre, ama de casa; mi padre, minero, que ya está jubilado.
–¿Tus estudios de joven?
–No me gustaba estudiar. En el instituto pasábalo muy bien, y los que iban conmigo pasábanlo también muy bien por culpa mía (ríe). Pero aburríame. Un amigo mío hizo cocina en Oviedo y me animó, y yo lo pedí en Gijón pero no me cogieron.
–¿En la Escuela de Hostelería?
–Sí.
–¿Con qué años?
–Con 20. Hice el instituto, no me cogieron, y me apunté a un módulo de administración, porque me dijo mi madre: “No vas a quedarte en casa tocándote los cojones” (ríe). Hice las prácticas en una oficina y a la media hora ya quería marchar.
–¿En qué oficina?
–En Hunosa. Aburríame mucho allí con el ordenador. Un ordenador en MS-DOS todavía.
–Madre mía, eso es la prehistoria de la informática.
–Entonces enteréme de que el mi hermano, al tener una discapacidad, dábame puntos para entrar en la escuela. Volví a echar la solicitud en Gijón y cogiéronme.
–Pero hasta entonces no habías pisado la cocina de un restaurante.
–No, no.
–¿Y cocinabas ya en casa?
–Sí, con mi güela mucho. Y con mi madre, que no le gusta cocinar, pero que cocina mucho mejor que yo. Y a veces hacía algunas barbaridades yo solo.
–¿Con 21 años entonces empiezas en la escuela?
–Sí, pero a los tres meses, en diciembre, tengo que dejarlo porque me encuentran un tumor en el paladar. Me lo habían quitado un par de veces en el dentista pensando que era un flemón, pero era un cáncer de hueso. Tuve que operarme de maxilofacial, darme quimio durante ocho meses …
–Vaya operación tan complicada. ¿Cómo te alimentabas?
–¡Por la nariz!
–Madre de dios. ¿Con suero o con qué?
–Con unas papillas líquidas que me daban, y que tenían que inyectarme.
–Arg, qué sensación.
–Sí, y además yo lo que quería era morder (ríe). Pero bueno, a los dos meses ya me pusieron una prótesis provisional y pude empezar a comer un poquitín.
–Joder, un cocinero con cáncer en el paladar, es como una mala novela de terror.
–¡Claro! Y encima me decían los colegas: “Ahora no te va a saber a nada la comida”, y yo les contestaba que el sabor no estaba solo en el paladar, joder. Aparte, me volvió a salir el paladar. Tuve mucha suerte porque me tocaron médicos muy buenos, me lo cogieron a tiempo y quitaron bastante cacho para que no se reprodujera.
–Y vuelves a la escuela de hostelería…
–Sí, tuve que empezar de nuevo.
–¿Tenías claro que querías ser cocinero?
–Sí, vi que no me aburría, y eso que al principio era todo formación teórica. Pero fue llamándome la atención, volvía a casa y poníame a hacer cosas. Me despertó la vocación.
–¿Eras buen comensal?
–De pequeño, no (ríe). Si iba para casa y había algo que no me gustaba, marchaba para casa de mi güela. Y si había lo mismo que en casa de mi madre, me hacía en seguida algo distinto. Ahí vi que la comida me cambiaba el humor, y eso ye algo muy guapo.
–Por eso nos gusta tanto comer.
–Claro. Mi güela hacía de todo, lasañas y la virgen, cosas complicadas. Cogía cualquier receta y le salía. Además tuvo una pescadería, y lo dominaba.
–¿De crío te gustaba el pescado?
–Sí, con lo que tenía problema era con la verdura. Luego vas descubriendo por qué.
–¿Porque se cocinaba mucho?
–Eso mismo. Yo me acuerdo del olor cuando había berces para comer.
–Mis hermanas cuando olían la coliflor no querían ni entrar en casa.
–Y yo igual, y ahora mato por ella. Los puntos de cocción ya no son los de antes, ya no sobrecocinen les coses, lo que ye verde ye verde… Antes era todo marrón.
–¿Ahora te gusta todo?
–Menos les lentejes. Metióme una vez mi padre la cabeza en el plato cuando me dieron les notes (ríe). Y bueno, cuando las hago aquí ni las pruebo, doy a alguien a probar el punto de sal.
–¿En la escuela aprendiste, te dieron buena formación?
–Sí, aprendes cosas y te van mentalizando de que te olvides de los festivos.
–Del estilo de vida que te espera.
–Claro. Éramos 30 en clase e igual solo seis o siete nos dedicamos a esto.
–No te imaginas con 20 años lo que va a ser este trabajo.
–A nosotros, Luis Alberto, el de Casa Fermín, que era uno de nuestros profesores, siempre nos mentalizó de que esto ye duro, que cuando los demás están de fiesta ye cuando más hay que currar.
–¿Hiciste prácticas?
–Hice dos años de escuela y tres meses de prácticas aquí, en el restaurante del amigu que me había animado a estudiar cocina, Fagara. Iba a mandarme a un restaurante de bodas, a El Urogallo, pero hablé con un compañero que había hecho algo parecido y se había tirado todas las prácticas limpiando chipirones. Y yo no quería hacer eso. Hablé con mi tutor y me dijo que tenía que ir a conocer el Fagara. Vino, le gustó e hice las prácticas, y luego ya me quedé a trabayar un año. Pero luego cambió.
–¿En qué sentido?
–Javi quiso hacer algo distinto, con las mesas con cubremanteles, las sillas también en ese plan… Luego daba menús del día y a la gente le daba apuro entrar.
–Porque creían que era un sitio más caro de lo que era.
–Claro, y luego días puntuales estabas lleno. Pero con días puntuales no vives. Así que decidí sacarme el carné de conducir para buscar otra cosa. Y justo al día siguiente de sacarlo, llamóme el que había sido mi tutor en la escuela y mandóme a una entrevista a La Corrada del Obispo, en Oviedo, que era un sitio ya entonces con mucho prestigio.
–¿Cuántos años tenías?
–24. Hice la entrevista y empecé al día siguiente.
–¿De ayudante de cocina?
–Sí, entonces no era como ahora, estábamos siete u ocho en cocina, y gente de prácticas; un laberinto de cocina de la virgen. Empecé haciendo el pan.
–¿Habías hecho pan alguna vez?
–Nunca en la vida, solo bollos preñaos con la mi güela (ríe). Estuve un año haciendo pan: llegaba pa casa y escuchaba los timbres de la fermentadora de noche. Porque fermentar, bolear… eran cuatro o cinco tiempos y no veías otra cosa. Luego ya le cogí el gusto. De diez a una, estaba haciendo pan, luego ya en el servicio hacía alguna ensalada o alguna cosa.
–Esa escuela de hacer pan ya sobrevive en pocos restaurantes.
–¿Quién hace ahora pan? Casi nadie. Además era una cosa muy agradable porque llegabas al restaurante y olía a pan recién hecho. Ese olor despierta el apetito. Pero bueno, luego empezó otro a hacer pan y yo pasé a otras cosas.
–¿Quién estaba de jefe de cocina?
–Carlos Martínez Abascal. Para mí, el mejor cocinero que conocí en mi vida. Era muy serio, pero si hacías una cosa mal, tenía solución para todo. Aparte de lo que sabía. Yo creo que el que haya trabajado con él puede trabajar en cualquier lado. Había mucho nivel. Yo veía a los de carne o pescado y pensaba: “Allí no llego en la vida”.
–¿A qué partida pasaste después del pan?
–A entrantes. Estuve una temporada y empecé a dar descansos en carnes. Espabilé y empecé a pegar un cambio sin darme cuenta, hasta que de repente estaba dando un servicio para el que nunca me creí capaz. Luego empecé dar descansos a pescados, estuve mucho tiempo y aprendí la de dios. Estando allí, cuando llevaba cinco años, salióme una oportunidad para venir aquí de jefe de cocina para un restaurante grande que iba a abrir. Y nos vinimos. Fue lo peor que hice en mi vida.
–¿Quién te propuso el cambio?
–Un empresario que tenía una discoteca y que cogió el restaurante de La Chalana. Ofrecióme ser jefe de cocina, y a un compañero de La Corrada también.
–¿Y qué quería hacer?
–Quería hacer algo parecido a La Corrada, pero también tenía parrilla. Y quería además una carta de sidrería.
–Quería todo, vaya.
–Le hicimos una carta muy guapa, pero llegaba el sábado y vendía 300 raciones… pero solo cuatro platos de carta. La gente venía a comer tables de patates y parrilla. Yo había firmado por seis meses y al quinto, cruzóseme el cable un domingo y dije: “Marcho”. No lo disfrutaba para nada. Resulta que al día siguiente llámenme de Oviedo para preguntarme si conocía a alguien porque le marchaba el segundo de cocina. Y le dije: “¡Hostia, conozco a uno!” (ríe).
–Y vuelves a La Corrada.
–Sí, empecé con Carlos otra vez. Estuve otros tres años y él tuvo una baja. Quedé haciendo de jefe de cocina, aunque en esa época ya éramos seis en lugar de ocho, y habían abierto otro negocio abajo, que no iba tan bien y que arrastró un poco al de arriba.
–¿En qué edad estás entonces?
–Con 32 años. En total en La Corrada estuve diez años. Carlos no volvió de la baja y quedé yo de jefe de cocina, llevando el pescado y, cuando ya la cosa empezó a ir mal, llevando también los postres. Y yo odio los postres, ni me gusta comelos ni hacelos (ríe).
–Es que hacerlos es un ejercicio matemático, no deja mucho lugar a la improvisación, ¿no?
–Buf, hay que pesar todo, no ye nada intuitivo y no me gusta. Yo creo que cocino según tengo el estado de ánimo. Hoy me apetece que pique un poco, o que no… Me quedaba solo por las tardes con los postres para que no me viera nadie. Y unos cagamentos, unos desastres… (ríe). Aquello que pasó en esa cocina no lo sabe nadie. Pero bueno, lo sacamos adelante. La pena es que empezó a ir mal, subió la renta… Si no hubiera cerrado, yo seguiría allí: siempre la mejor materia prima, una cocina estupenda, un comedor precioso… Estaba enamorado de ese sitio. Si te fijas, las paredes de aquí [El Pintu] están inspiradas en las de allí.
–¿Qué era lo que más se vendía?
–Mucho pescado.
–Sin grandes virguerías.
–Sí, a la plancha con una guarnición sencilla. Me acuerdo de un bacalao al pilpil con picadillo de centollo del que vendíamos una burrada a la semana. Las ensaladas, si llevaban marisco o pulpo, vendíense también mucho. Hay palabras que venden solas. Yo echaba mucho de menos que no se metía más cocina de Asturias, la carta era más francesa que asturiana. Pero lo que funciona no se toca, lógicamente.
–¿Qué hiciste cuando cerró?
–Vinieron a buscarme de otro sitio de Oviedo que mejor no mencionar, porque fue un desastre, un negocio muy mal llevado. Lo dejé a los dos días y volví para Laviana. Y con la duda de si después de haber trabajado diez años en el mismo sitio no podría trabajar en otro lado. Entonces unos amigos me llamaron para echarles una mano en El Mirador, en El Angliru, los fines de semana. Estuve en verano y a principios de septiembre llamáronme de una sidrería de Gijón, de El Requexu. Llevé muy buena impresión de ellos.
–¿Qué te gustó?
–La forma de ser y la sinceridad. Y que las condiciones eran buenas.
–¿En qué año estamos?
–Hace cinco. Estuve un par de meses probando y justo el día que les dije que firmaba el contrato, llamóme Edgar [de Miguel], el de 180 grados, que yo estaba enamorado de ese sitio.
–Jo, y yo, ya desde que era Los Tres Caracoles.
–Sí, con Álex Sampedro. Pero tuve que decirle que no, porque mi pa enseñóme que la palabra vale más que nada. Y así estuve allí cuatro años.
–Justo hasta que Edgar cerró.
–Es verdad. En El Requexu trabajé muy bien. Mucho pescado que nunca había trabajado, como chipirones de anzuelu de esos que cambian de color. Y hacía tapas y carta.
–¿La carta era de sidrería tradicional?
–Yo le evolucioné un poco, me dejaron meterle mano. Había cuatro o cinco cosas que no podías quitar, pero luego empezamos a hacer callos de bacalao y cosines que hago ahora.
–¿El cliente lo recibió bien, mejor que en la parrilla?
–Mucho mejor. Hicimos menús degustación con otro cocineru que era amigo de ellos donde hacíamos cada uno la mitad de los platos, como manos de gochu, un bacalao en textures, un gazpacho de manzana verde… Tuvo buena aceptación.
–¿Cuántos trabajábais en cocina?
–Cuatro.
–Empieza a ser el número estándar en la mayoría de los negocios.
–A partir de 70 personas que des de comer, es el número habitual: uno a fregar, uno a dirigir la sala y dos a cocinar.
–¿Y qué pasó?
–Pues como en Oviedo: iba y venía a Gijón dos veces al día en coche, y eso cansa. Venía algunas veces aquí [El Pintu], porque lo había cogido Zoraida [Fernández Muñiz], que era mi amiga. Esto había sido una casa de comidas cuando yo era pequeño donde cocinaba muy bien una muyer, Amada se llamaba. El local, que se estaba cayendo, lo cogió un chaval, que al tiempo tuvo que marchar para Málaga. Cogiólo entonces Zoraida [Fernández Muñiz] y puso una vinoteca con alguna tapina. Yo venía los martes y empezamos a hablar, porque yo tenía la idea de un restaurante. Para funcionar como vinoteca hay que vender muchísimo y ser algo distinto. En Laviana había sitios donde se comía bien, pero yo pensaba en algo distinto. Así que engañéla (ríe), busqué alguien para dejar en El Requexu, porque no quería dejarlos tirados, y me vine para acá.
–¿Hace cuánto?
–Un año y medio. Estuvimos tres meses de obra y abrimos en marzo.
–¿Qué posibilidades le viste a El Pintu?
–Aparte de que me gustaba el sitio, el significado que tenía para Laviana y para mí, me llevaba muy bien con Zoraida y me apetecía, nos compenetramos muy bien. Quería hacer una casa de comidas, no un restaurante de lujo. Trabajar bien el menú del día. La gente está confundida, porque creen que con el menú del día no vives. Si das dos, no vives, pero si consigues una buena clientela y das 40, pues sí.
–Yo creo que para los que nos gusta comer, el menú del día es fundamental. Si es bueno, vuelves a probar la carta.
–Claro. Desde el primer día estuvimos llenando al mediodía, y ahora es muy raro el día que no llenamos. Damos cada día 40 menús, y en verano más porque tengo terraza. Hay gente que dice que tendría que ser más grande, pero luego los martes de noche, ¿qué? Porque Laviana de noche está muerta. Ahora llenamos el sábado de noche, pero el resto de la semana estamos todos los restaurantes igual. Nosotros tenemos una carta de 12 platos, a la que añado alguna cosa fuera de carta, cosas asturianas sobre todo.
–¿Zoraida y tú sois socios al 50%?
–Sí.
–¿Pedísteis préstamo?
–(Ríe) Claro.
–Viene gente de toda Asturias, porque El Pintu ha cogido nombre muy rápido.
–Sí, vamos muy bien. Hay días que me asomo al comedor y no conozco a nadie.
–¿Este modelo de negocio, con ese tamaño, es el que te gusta, o quieres ampliar?
–No, no, este, para poder abarcarlo. Una vez al mes hacemos una cosa para pasarlo bien, los Collacios, y con eso vamos estupendamente.
–Por eso te iba a preguntar, por esas noches a cuatro manos que organizas.
–Empezamos haciéndole de miércoles, que era el día que descansábamos. Un menú a 40 euros que funciona muy bien. Hasta que Zoraida, que piensa mucho más que yo, dijo: “A ver, estamos jodiendo el día de descanso” (ríe). Y lo cambiamos por un día de curro que pudiera venir el invitado a cocinar, para no tener que cerrar su restaurante. Lo hicimos de un día con Borja [Alcázar, de Abrelatas], con David Montes [de Gloria Gijón] y con Manu [Suárez, de Eseteveinte]. Luego con Javi Farpón [Casa Farpón] tuvimos que hacerlo de dos días, y ahora ya lo hacemos de tres.
–Y os exigís más en los platos.
–Sí, porque además ahora no suele tener nada que ver lo que hacemos nosotros con los que vienen, como Apiñón o Los Llaureles.
–Mola ver esa camaradería.
–Llevámonos muy bien y nos llamamos para todo. Se ve en el A 22 manes. Ye muy positivo, aparte de la labor de donar a gente que lo necesita.
–En El Pintu haces de gestor también. ¿Qué has aprendido de esa parte del negocio?
–Que ye más difícil que cocinar (ríe). Aprendemos todos los días. De coses pequeñes como el pan, mismamente. Un ajuste que hicimos fueron 2.000 euros anuales de ahorro, de cambiar de modelo de pan. Para el menú del día cambiamos los bollinos por barras. Y como eso, con todo. Yo antes con la carta quería que nunca me faltara nada. Ahora si un día puntual tengo que decir de esto no me queda, pues no pasa nada.
–¿Haces escandallo de los platos?
–Sí.
–¿Tienes proveedores fijos o vas cambiando?
–Casi todos fijos. Llamé a los que quería porque los conocía de La Corrada. Hombre, vienen a ofrecerte, pero no suelo cambiar. Por ejemplo, el bacalao, que todo el mundo te ofrece bacalao. Yo tengo un bacalao muy bueno. Y el bacalao ye muy caro. Pero ye el que yo quiero, y no lo voy a cambiar aunque sea más barato. Bacalao, jamón y aceite ahora los vende todo el mundo.
–¿Qué funciona en el menú?
–Siempre ponemos una entradina. Luego una ensalada y un plato de cuchara, de los que casi siempre salen mitad y mitad.
–¿En serio? A mí siempre me cuesta pedir la ensalada.
–Y yo casi nunca lo hago (ríe), pero ahora ya casi no sé qué ensaladas poner porque se venden muches. La gente está más pendiente de lo saludable. Luego ponemos un pescado fresco del día, donde prefiero vender una parrocha que decir que ye mero con una perca congelada. Prefiero bacalaes, aunque sean más humildes. pero que son frescas. El pescado me viene todos los días menos el domingo y el lunes, que normalmente pongo bacalao, o guiso unos potarros o algo así.
–¿De la carta, qué te funciona mejor?
–Prácticamente todo, porque vienen mesas a compartir, y también parejas que toman una entradina, una botella buena y un par de pescados.
–Ese es el cliente bueno, porque disfruta, gasta y aprecia el producto. ¿A cuánto sale la carta?
–30, 35 euros, según el vino.
–¿Con qué vinos trabajas?
–Tenemos vinos de Cangas, y luego Ribera y Rioja, que es lo que más sale, Luis Cañas y Muga.
–Jo, más clásicos, y corbata.
–Sí (ríe). Y Albarino también sale mucho. El de Cangas se lo vendemos más a los de fuera que a los de aquí. Yo quería hacer una carta de vinos con más vinos de aquí, pero a la gente le cuesta. Por ejemplo, Borja hazlo en Abrelatas, pero lleva muchos más años que yo. A Borja admírolo mucho como persona y como cocinero. Su casa es donde mejor me lo paso. Tiene una cabeza que está a otro nivel. Y toda la familia son una maravilla.
–¿Pagas publicidad convencional?
–Solo en un periódico que se llama La cuenca del Nalón, porque ye de un vecín.
–¿Pero nada más?
–No, siendo las redes sociales gratis…
–Las llevas tú, ¿no?
–Sí, y funcionamos bastante bien. Pongo el menú por la mañana y luego subo una foto por la tarde. Y síguenos bastante gente.
–¿Trabajas con algún portal de reservas?
–No. Solo cojo reservas por teléfono, no cojo por Facebook ni por nada. Porque vale para un lío: un día no lo miraste y ya tienes un problema.
–¿Te preocupan las críticas de Tripadvisor?
–Antes más que ahora. ¿Sabes cuándo me duele? Cuando ye verdad. Pero luego tienes a la gente comentando cosas que no han comido, o que son mentira. Y aparte, yo no voy a comprar a una farmacia y luego cuelgo una crítica del farmacéutico.
–…Y por solo un día que te hayan visto trabajar.
–Antes lo llevaba mucho peor, pero Zoraida sabe llevarme y me cambió la perspectiva de las cosas.
–¿La proporción de gasto que tienes entre cocina, facturas, salarios y demás aspectos de la gestión está equilibrada, o te gustaría ajustar algo?
–No, está bastante proporcionado. Tengo que ajustar algo en cocina, porque lógicamente llevamos poco tiempo, vamos haciéndolo mejor, pero hay que afinar. Hicimos algún cambio. Por ejemplo con la luz, que cambiamos de Endesa a Repsol y pagamos la mitad; exactamente la mitad.
–¿Qué aparatos usas en cocina? Aparte de la Thermomix, que la usas para…
–…Para hacer cremas, nada más (ríe).
–Jajaja, es la respuesta universal entre los cocineros.
–Crema, praliné y nada más. Es que ye muy pequeña, hombre, y para hacer una masa tienes que hacerla 16 veces. Luego uso horno de convención y máquina de vacío. Y fogones y freidora.
–¿Qué cocinas al vacío?
–Cosas a baja temperatura como el cochinillo, corderu… Más que nada, carne.
–Carnes además muy jugosas para ese método.
–Sí, hazme gracia porque a veces párame algún paisano mayor por la calle y díceme: “Oye, Diego, ¿para la próxima semana tendrás lechazo a baja temperatura?” (ríe).
–Jajaja, es que suena muy sofisticado. ¿Te gustaría incorporar algo más?
–Sí, no tengo plancha. El problema ye la extracción de humos que tenemos, que cruza el techo. Como tiene mucho codo, igual ahumamos a la gente como chorizus. Voy a meter una sorbetera y quería un Roner, pero ya no tengo donde metelo. Es que si miras mi cocina, ye tan pequeña que parez que jugué con la Gameboy al Tetris. El problema ye el sitio, como todos. Y metímonos seis a cocinar ahí, que parez increíble.
–¿Tienes problemas para conseguir personal, como les pasa a muchos hosteleros?
–Sí, sobre todo para cocina. Ahora estuve pidiendo currículums y de 50 que recibí, casi ninguno me convencía.
–Es raro, porque en teoría salen más alumnos que nunca de las escuelas de hostelería, y ser cocinero tiene también más prestigio que nunca, es un trabajo atractivo.
–Pero es más atractivo salir los sábados y los domingos (ríe).
–¿Cómo aprendes: por tu cuenta, en esas reuniones de cocineros, libros…?
–Libros muchos. Internet también. Y yendo a comer a sitios es casi como más aprendo. De Borja aprendí mucho, de Los Llaureles, del A 22 manes… de todos.
–Compartís además esa militancia por lo asturiano.
–Sí. Porque luego tenemos en medio al Castañón [David Castañón, del blog Les Fartures], que ye fundamental.
–Hace de catalizador.
–Sí, la labor que está haciendo Castañón por la gastronomía asturiana parezme encomiable. Y ye muy buena gente. Yo encendí los fogones la primera vez aquí para hacer los platos para el libro de Les Fartures, porque no había abierto aún y me dijo que quería sacarme, porque me conocía de El Requexu.
–Recomiéndame un libro de los últimos que has comprado.
–Compré hace poco el de cocina al vacío de los hermanos Roca, y me regalaron el de La Tasquita. Y el de Ricard Camarena de los fondos.
–¿Sigues a cocineros en redes sociales?
–Sí, por curiosear. Pero el cocinero que más me gusta no tiene redes sociales. Hilario Arbelaitz, de Zuberoa, que pa mi ye el mejor cocinero. Gustábanme él y Paul Bocuse [enseña su tatuaje].
–Jajajaja, ¿eso fue una noche de pedo?
–No, estaba pensado (ríe). Pero me gusta esa cocina: cocina de fondo, de siempre. Fui dos veces a Zuberoa y creo que ye imposible comer mejor. Distinto sí, mejor no.
–¿Cuándo dices mejor te refieres a que te emocione más?
–Y a que esté mejor hecho. Tú pruebas allí un puré de patata y no puede haber un puré de patata mejor hecho que ese. La merluza. Les salses. Todo. Comí nueve bollos de pan la última vez que fui, no dejé nada en el plato.
–¿Aspiras a eso, ese es tu ideal si te ves ya pensando en la jubilación? ¿Cómo te ves con 60 años?
–Cocinando como ese hombre.
–¿Y en un local como este?
–Yo espero jubilarme aquí, no aspiro a más. Esto faime feliz.