Manuel Suárez (Reus, 1981), o Manu, cocinero y copropietario de Eseteveinte, es autodidacta, perseverante e imaginativo. Todo nervio por dentro, empezó de camarero en chigres y cafeterías y un buen día se aventuró a montar un bar en Oviedo empujado por una afición que ha convertido en dedicación, de la misma forma que ha transformado aquel bar inicial en uno de los restaurantes más divertidos de la ciudad. Manu atesora una biblioteca gastronómica envidiable, y prueba cualquier ingrediente y cualquier técnica que le sorprende cuando visita restaurantes por el país. Nos cuenta su vida, milagros y quemazos en una larga charla en la que prefiere obviar algunos nombres propios de gente y negocios, por discreción personal, pero donde repasa cómo las ganas pueden encaramarte a cualquier satisfacción. Acaba de cerrar su local, para abrir un nuevo Eseteveinte más grande y ambicioso. Lo revelará en breve en sus redes.
–Cuéntame tu vida hasta que llegas a una cocina.
–Soy de una pequeña ciudad de Tarragona que se llama Reus.
–La cuna del vermú.
–Sí. Nací en el 81. Mi padre es asturiano. Vivió en Reus por causas laborales y allí conoció a mi madre. Y llegué yo. Cuando tenía cuatro añinos, la tierrina le empezó a tirar a mi padre y se le metió entre ceja y ceja volver a Asturias.
–¿De dónde era?
–De un pueblín de Las Regueras que se llama Lazana. Dejaron todo lo que tenían en Reus, donde tenían su vivienda y sus trabajos, y vinieron para acá sin apenas recursos. Fueron tiempos difíciles, les costó encontrar trabajo. Al final cogieron un bar pequeño en un pueblo vecino, donde estuvieron muy poco tiempo, y luego ya cogieron otro más arriba, en Santullano, la capital de Las Regueras.
–¿Habían trabajado en hostelería?
–No. Mi padre había trabajado en seguridad y mi madre era administrativa en una empresa de aceites. Pero bueno, era un bar de pueblo el que cogieron, supongo que tampoco necesitaban mucho conocimiento.
–¿Cómo era?
–Grande, tenía comedor y arriba la vivienda. Y era el único bar que había en ese pueblo.
–Con lo cual, tú te criaste en un restaurante.
–Efectivamente. En un bar de pueblo, una casa de comidas. Que también tenía tienda.
–¿Cocinaba tu padre o tu madre?
–Mi madre.
–¿Aprendió sobre la marcha?
–Sí, mi madre siempre tuvo facilidad en los trabajos manuales, artísticos. Pintaba cuadros, se le daba bien, porque tenía mucha mano. Creo que esa parte la heredé de ella. Si haces las cosas con cariño, posiblemente salgan mejor. El que no lo hace con cariño ni va a cocinar bien, ni va a pintar bien ni nada. Bueno, luego cerraron el bar, mi padre empezó a trabajar en la Residencia, en el Hospital, y mi madre empezó a hacer cortinas.
–¿Después de cuántos años con el bar?
–No recuerdo exactamente, seis o siete.
–Pero tú aún eras menor de edad.
–Sí. Mis padres se desvincularon de la hostelería y volvimos a vivir en Lazana, que es un pueblito donde, cuando yo era crío, todo el mundo tenía ganado, leche de casa, gallinas… Algo que se ha perdido, como te comentaba Borja Alcázar en su entrevista. Recuerdo ese arroz con leche que te daban las señoras y que te sabía fuerte, a vacona, que de aquella no te gustaba. Y ahora lo echas de menos. Como los quesos de entonces. Bueno, yo no mucho, porque no me gusta el queso.
–Eso es imposible.
–No me gusta el sabor a queso, cuanto más fuerte es, menos lo tolero.
–¿Cuáles te gustan?
–La mozzarella, por ejemplo, la como sin problema. Los más fuertes me tiran para atrás. Y lo intento, eh, me esfuerzo. Suelo trabajar quesos asturianos, actualmente estoy trabajando con Rey Silo o La Peral, y me obligo.
–Para un cocinero, que no te guste algo es una faena. Es como si vendes coches…
–… Y lo que te gustan son las bicis. Es verdad. Pero es que el queso me desagrada.
–Bueno, total, que vuelves a Lazana, al colegio…
–Sí, un poco salvaje.
–Aún no habías cocinado nada en tu vida.
–No. Recuero algún día coger una receta y decirle a mi madre: “¿Me ayudas a hacer esto”. Y al final hacía ella todo.
–Pero ella te alentaba, que es lo importante.
–Sí. El caso es que del colegio paso al instituto en Trubia, acabo el bachillerato y me meto en un módulo de informática. Aunque al empezar veo que no me gusta tanto como creía. Pero bueno, de aquella ya había empezado a trabajar.
–¿Dónde?
–De camarero, en una terracita de verano en El Fontán. Lo tenían bien montado: unas veinte mesas donde servían sus productos. Tengo una foto con Radomir Antic allí, que era cliente habitual. Fue un trabajo de verano, aunque igual hubiera prescindido de ello y me hubiera ido mejor.
–¿Por?
–(Ríe) Pues porque con 17 años empezar a ganar dinero… ya sabes. Bueno, después retomé los estudios, y seguí trabajando para sacarme dinero en la calle Gascona.
–Siempre de camarero.
–Sí, no tenía entonces ninguna formación de cocina. Yo trabajaba porque en mi familia no íbamos precisamente sobrados y había que ayudar en casa. Trabajaba los fines de semana, festivos… de manera eventual. Luego pasé a una cadena de comida rápida de repartidor, con alguna cosa puntual en la cocina.
–Mientras estudiabas…
–Sí, aunque estudiar, no te creas (ríe). En parte porque de crío nunca tuve que abrir un libro para sacar buenas notas. Y cuando hubo que abrirlos, yo no tenía ningún hábito de estudio.
–¿Qué más hiciste?
–Volví a Gascona porque ganaba más pasta de camarero. En verano prácticamente todos los días, más los fines de semana. En total, en Gascona estuve unos seis años. A la vez, empecé a trabajar en la noche con una empresa que llevaba cuatro bares de copas y tenían un almacén central en Noreña. Yo recepcionaba la mercancía y la distribuía entre los bares.
–Les hacías la gestión de proveedores.
–Sí. De aquella vendían mucho, era la época en la que los bares de copas daban mucho dinero. Estuve creo que unos seis años también. En medio dejé Gascona y fui a una sidrería en Pérez de la Sala que abrió un compañero de trabajo, que me ofreció mejores condiciones. Trabajé una temporada de camarero aunque hacía algo en cocina, algún pincho y cosas así.
–Y dejaste los estudios.
–Sí, no tenía ya ni tiempo para ir a clase y no me molaba.
–¿Cómo funcionó la sidrería?
–Pues un día fui a currar y me la encontré cerrada. Me dejó a deber cinco meses de sueldo y acabamos mal. En fin. Por aquella época, mi pareja de entonces había cogido una cafetería en Pumarín, un negocio familiar. ¡Y hala, más trabajo! (ríe). Allí me inicié un poco en la gestión de un bar.
–No parabas de currar.
–Sí. Nada más cerrar la sidrería empecé también a trabajar en una marisquería en el centro. Y manteniendo el trabajo de los bares de copas.
–¿Con cuántos años?
–Unos 25.
–¿En la marisquería te fue bien?
–Bien. Nada comparable a los sitios en donde había trabajado.
–¿En qué sentido, clientela?
–Clientela, zona… Incluso la forma de trabajar, una hostelería de más nivel. Allí estoy seis años y entonces me ofrecen coger el local de Eseteveinte y lo cogemos. Veníamos sin muchas pretensiones.
–¿“Veníamos”, en plural?
–Lo cogí con Tatiana, mi socia, que había trabajado junto a mi pareja de entonces. Me anima a que lo coja con ella y al final me decido. Porque a mí hay que empujarme mucho.
–¿Por qué?
–Porque cuando estoy en mi zona de confort me cuesta salir. Pero después de seis años, la marisquería ya no tenía nada que ofrecerme profesionalmente hablando, y además había cerrado el almacén de los bares de copas. Aunque entre mi sueldo de la marisquería y el de mi pareja en la cafetería vivíamos bien, veo que ya no me vale solo con el dinero, que quiero que el trabajo me satisfaga en otros aspectos. Y entonces venimos aquí.
–¿Con qué idea?
–Montar una cafetería normal, sin ninguna pretensión. Éramos Tatiana y yo, y mi madre, que se viene a trabajar conmigo para echarme una mano. No eran buenos tiempos.
–Claro, lo coges en plena crisis.
–Sí, en 2013.
–¿Ponéis el dinero entre Tatiana y tú?
–Sí. Contratamos a mi madre, que ya trabajaba en hostelería porque había dejado lo de las cortinas. Empezamos, y la propia dinámica del bar me lleva a que yo vaya pasando poco a poco a la cocina.
–¿Porque dais menú del día o comidas?
–Dábamos platos combinados, raciones y algún guiso. Llegamos a tener hasta a 40 personas comiendo al día, con una cocina mini y una maquinaria escasa. Tatiana viene de cafetería y yo de restauración, así que intento añadir una pequeña carta para levantar los fines de semana, porque por aquí no pasaba nadie.
–¿Cómo era esa carta?
–Muy tradicional: jamón ibérico, tortos, calamares, fritos de pixín, huevos con, una carne troceada…
–Todo sencillo.
–Sí. Pero la cosa cambia cuando me surge la idea de hacer un menú degustación para las noches de los jueves, viernes y sábados, muy baratito.
–¿A cuánto?
–A 18 euros.
–Súperbarato.
–Regalao. Con la bebida aparte.
–¿Y cómo te da por ahí? ¿Cuántos años llevabas?
–Igual fue el primer año… (piensa). A mí siempre, desde que estaba en Gascona, me tiró la restauración de calidad. Con 24 o 25 años empecé a ir a restaurantes más gastronómicos donde cuidaban más el producto y practicaban una cocina más elaborada. Luego ya empecé a salir a Galicia, Cantabria… También empecé a comprar libros de gastronomía, de recetas, y máquinas de todo tipo: un robot de cocina con calor, una deshidratadora, sifón… Poco a poco, de manera muy natural, cocinando en casa. Cuando tenía algún problema, le preguntaba a mi madre. Con aquella primera carta, vi que si hacía platos fuera de carta más sofisticados la gente me los demandaba. Así que fuimos con el menú degustación, con un precio moderado y más moderno. A la segunda semana ya lo teníamos petado. Estuvimos así un año.
–Con márgenes mínimos. Supongo que la idea era hacerte un nombre, más que ganar dinero.
–Sí, totalmente. Date cuenta que en esta calle nunca hubo gente por la noche. Había que traer a la gente. Yo tenía la suerte de que abríamos a las siete de la mañana y a las cinco ya tenías la caja hecha, a base de cafés y platos combinados; y al cubrir el día tenías el colchón económico para apostar por otro tipo de iniciativas. Llegamos a ser cinco trabajadores. Pero con tan mala suerte que me tienen que operar por dos veces por un problema de cálculos, me perforan un uréter, y estoy ingresado 15 o 20 días. Pienso entonces en reformar el local, que tenía aspecto de cafetería de aeropuerto, para que vaya en consonancia con la oferta gastronómica, e imagino una carta de tapas. Y eso es ya lo que se asemeja al Eseteveinte actual.
–Muy novelesco eso de imaginar la reforma en una convalecencia.
–(Ríe) Sí. El equipo sin mí saca el trabajo perfectamente y al salir les cuento que he pensado en reformar el aspecto. Acceden a hacer una pequeña inversión y en diez días lo hacemos. Además, en cocina nos cargamos el plato combinado y empezamos a trabajar el menú del día y la carta, el modelo actual. Al año siguiente me tengo que volver a operar, para arreglar el uréter, con un corta y pega de cañerías. Y entonces sueño que reformo la cocina.
–Jajaja. No vayas más al hospital.
–(Ríe) Es que estábamos limitados porque no teníamos espacio ni maquinaria. Y la cambiamos, dando un salto de calidad enorme.
–¿También cambias entonces la carta?
–Sí, la carta ha ido cambiando a un ritmo semanal o de quince días, a un ritmo bastante frenético a veces.
–Es la filosofía del sitio, ¿no?
–Sí, porque además yo acababa de meterme en la cocina y tenía que correr mucho a nivel profesional.
–¿Cómo reformas esa cocina tan pequeña?
–Era un cuadrado de 1,5 por 1,5 metros, con dos freidoras que no tenían potencia, dos fuegos, una plancha que tampoco tenía potencia, un congelador y un horno de panadería que compramos nosotros al abrir el bar. Ahora tenemos cuatro fuegos, dos freidoras, una plancha, dos hornos, un procesador de helados, dos congeladores, un timbre de cuatro puertas, una cámara de dos puertas vertical, un Ronner [baño maría de temperatura controlada], una envasadora al vacío, una cortadora de fiambre…
–Todo lo que cabe y más.
–Cuando hicimos la reforma del local le ganamos espacio al fondo e hicimos como un pase de cocina, y lo juntamos a la cocina a nivel funcional. Ahora tienes como un cuartito frío afuera donde puedes emplatar, almacenar… Porque dos en la cocina casi no se puede estar.
–Te metiste en mucha inversión.
–Sí. Abrimos con un capital de 40.000 euros, 20.000 cada socio. La primera reforma fue lo mismo, y la segunda lo mismo, grosso modo.
–¿Qué has aprendido como empresario? Por tu carácter supongo que has sido prudente.
–He sido muy prudente. Aprendes a comprar, a hacer muchos números, que las normas que dan en las escuelas de hostelería no valen. No vale multiplicar por tres todo, una cosa que te cuesta diez no la puedes vender siempre por 30: es mejor venderla por 24 y vender más. Como empresario precisamente aprendes a ponerte en el lugar de los clientes, a ver qué quieren y qué están dispuestos a pagar.
–También es el primer sitio donde tienes empleados.
–Sí, aunque nosotros somos uno más, el que entra a trabajar con nosotros ve enseguida que trabajamos los que más.
–¿Has tenido alguna inversión que haya sido un error?
–No. En todas hemos ahorrado y luego invertido. Bueno, ha sido un error no invertir más tiempo en mí.
–Explica eso.
–Cuando mi madre dejó de trabajar conmigo tuve cierto desequilibrio con el personal: metí gente que no respondió. Además, la facturación en esa época bajó bastante, y me llegó la noticia de la enfermedad de mi madre. Un día, en casa, peté. Estuve un mes mal, sin saber qué me pasaba. Al principio pensé que era algo del corazón. Me hicieron pruebas, porque tenía mucha ansiedad, me mareaba…
–¿Era un proceso depresivo?
–Sí, pero hasta que no te lo dicen, no lo sabes y estás descolocado. Yo venía a trabajar y nada más poner un pie en el bar empezaba a sudar, me mareaba… Me pusieron tratamiento y poco a poco fui saliendo. Luego hablas con gente, con compañeros, y ves que es algo bastante frecuente.
–Sí, yo también lo pasé. En oficios con mucho estrés comienza a ser una enfermedad demasiado común.
–Cuando hay demasiada autoexigencia, frustraciones…, al final sale un cóctel peligroso. Tienes que empezar a tomarte las cosas de otra manera., controlando mucho tu manera de afrontar las cosas.
–¿Cuántos estáis trabajando ahora en el restaurante?
–Cuatro, los dos socios y dos más.
–¿Tenéis un tipo de cliente?
–Tenemos una oferta, dentro del dinamismo de la carta y de los vinos, que en realidad está muy perfilada. Mi cliente es gente con ciertas inquietudes con la gastronomía, que quiere comer diferente, divertido. Alguna gente mayor no entiende este tipo de gastronomía. Ni algunas familias, porque no hago pechugas para el niño, más que nada porque no tengo pechugas.
–¿Precio medio, unos 30 euros?
–Sí.
–¿Cómo promocionas el restaurante? Las redes las llevas tú.
–Antes me las llevaba una chica, porque la cocina me ocupaba mucho tiempo y además yo no controlaba. Hice un curso de Community Manager y le propuse llevarme las redes a la profesora, que era esa chica. A la vez, fui aprendiendo, e hice también algo de diseño gráfico. Cuando ella empezó a trabajar en una academia y lo dejó, pasé a llevar las redes yo.
–¿Pagas publicidad?
–No. Pagué una de La Balesquida por un compromiso personal, y al principio una promoción de Oferplán que no salió como me habían dicho, y que vi que no era relevante, porque viene gente con un cupón pero que no vuelven nunca más.
–¿Usas alguna plataforma de reservas?
–No, porque tengo muy pocas mesas y no sé si podría manejarlo.
–¿Te preocupas las críticas?
–Al principio tuvimos muy buenas críticas en Tripadvisor, lo cual nos trajo mucha gente que igual no hubieran venido. Nos vino muy bien. Aunque también eso fue una moda.
–Sí, cuando empezó, los clientes nos fiábamos.
–A mí me preocupaba sobre todo en fechas festivas, en verano, al no estar en una zona turística. Pero al final te caen críticas malas por tonterías, como que “fuimos y estaba todo lleno”. O vecinos que, por envidias, te cascan una mala crítica. Y te cansas, porque nadie las regula, es todo un poco mamoneo y llegas a pensar que todo depende de eso. Con el tiempo ves que ese portal ha perdido bastante fuelle.
–Tu formación como cocinero es autodidacta. Y bastante tenaz: te propones aprender algo y hasta que no lo consigues, no paras. Supongo que empezaste aprendiendo a freír, asar y cocer, y que luego fuiste añadiendo técnicas.
–Me fui con 17 años de casa y tuve que aprender. Para las lentejas le preguntaba a mi madre, y luego me compraba libros.
–Cocinar con un libro al lado es inusual.
–Sí, pero a mí me gustan los libros. Te permiten jugar en casa. También hice el grado medio de cocina a distancia, que me dio un poco de base. Y una vez ya como profesional, ante cualquier duda llamaba a compañeros.
–¿Hay generosidad en el oficio?
–Conmigo siempre, he tenido mucha suerte.
–Como amateur también te arriesgabas a comprar máquinas, sin saber si te iban a servir.
–Bueno, las compras en casa para hacer la pirula.
–¿Con qué empezaste, con un sifón?
–Con un sifón, deshidratadoras, máquina de algodón de azúcar, la Thermomix…
–¿Algún artilugio te gusta especialmente?
–Por utilidad en mi tipo de negocio, los sifones. Guardas lo que sea y está listo para servir. Como no tengo mucho sitio para almacenar, son muy cómodos. Yo no puedo tener ningún plato montado, ni siquiera los postres, así que lo guardo todo desestructurado para luego montarlos.
–Eres muy ordenado, ¿no?
–La carta son 20 platos, pero puedo tener más de cien elaboraciones. Lo tienes que tener todo muy ordenado. Este sitio sería para trabajar con solo ocho platos, y moverlos.
–¿Para qué usas la Thermomix?
–Para lo mismo que el 99% de la gente: emulsiones, purés, cremas. La gente no la usa para nada más. Porque tú haces un arroz con leche en la Thermomix y no es lo mismo.
–¿Usas la cocina al vacío?
–Sí.
–¿Para qué te gusta especialmente?
–Puedes conseguir texturas en los alimentos que de otra manera es muy difícil conseguir. También para conservación.
–¿Usas aplicaciones o programas para buscar combinaciones de ingredientes y sabores, como Foodpairing y demás?
–No. He ido a comer a muchos restaurantes a nivel nacional y las combinaciones las saco de cómo he ido educando el paladar. Creo que tengo mucho registro gustativo, y he aprendido combinaciones que parecían locas pero que funcionan. Borja hablaba en tu entrevista sobre su teoría de las combinaciones de los cromatismos, y yo tengo la misma. Además, me inspira lo que tengo en Asturias, pero también mis viajes, mis recuerdos, otros cocineros…
–¿Cuál es el proceso que sigues para crear un plato, si es que hay uno?
–Un día vas a comer a un sitio y pruebas un ingrediente como no lo habías probado nunca. Te gusta la textura, o el sabor, y a partir de ahí desarrollas tus pruebas y tus ideas, que dependen del bagaje que tengas. Te voy a poner un ejemplo: el tomate. Yo siempre recuerdo el tomate de la huerta de casa, que te ponían pelado para comer tal cual. Había tanto tomate que se embotaba. Como actualmente conseguir un buen tomate es difícil, para potenciarle el sabor yo lo escaldo, le doy un baño de almíbar y lo seco al horno. Así consigues concentrarlo.
–Y darle más dulzor.
–Sí, corriges la acidez del tomate verde y le das más sabor a tomate. Es curioso cómo tienes que dar una vuelta entera para conseguir algo que antes se daba solo.
–¿Qué relación tienes con tus proveedores, trabajas con los mismos siempre, procuras buscar nuevos?
–Hay que pelear mucho, los de aquí a veces no dan abasto, o metes un producto en carta y luego se les acaba… Estoy hablando sobre todo de productos vegetales.
–¿Por?
–Porque me gusta mucho y lo trabajo mucho. Aquí no hay cultura de vegetales, pones una verdura un poco aldente y enseguida te protestan porque está dura. Hay gente a la que si le sacas de la lechuga iceberg no le gusta nada. Lo bueno de los vegetales es que tienen mucho recorrido gastronómico y que no tienes por qué cobrar la de dios. Yo creo que lo bueno de ser cocinero no es tener un virrey de la leche y cobrar 50 pavos. No tiene ninguna ciencia comprar un producto caro. Lo chulo es coger una cosa que vale dos duros y darle otro valor.
–¿Cómo comes en casa?
–(Ríe) Muy mal. Aparte de que casi nunca comemos en casa, casi nunca te apetece cocinar, la nevera la tenemos vacía. Al final, McDonald’s.
–Jajaja. En casa del herrero, cuchara de palo.
–Le pasa a muchos compañeros.
–¿A qué cocineros sigues?
–A los hermanos Roca, a los Adrià, Quique Dacosta, Andoni Aduriz, Dabiz Muñoz… Tengo también libros de Ricard Camarena, que ha hecho un trabajo muy chulo sobre una forma distinta de hacer caldos.
–Eso es como revisar a Escoffier.
–Sí, los caldos y los fondos son una parte fundamental de la cocina. También he comprado un libro de comida peruana de Gastón Acurio no porque vaya a hacer nada, sino para conocer la base, la leche de tigre, la causa… Para entenderlas, no para hacerlas.
–¿Y de aquí?
–Tengo muchos que quiero conocer, pero tengo muy poco tiempo. En Gijón he ido las últimas veces a ver a los chicos de A Catar, Farragua, Las Rías Bajas o Kausa Nikkei. En Avilés a Apiñón Bistró, Abilius, Yume, Gunea o El Pañol. En Oviedo Ca’ Suso, Casa Laure, El Foralín. En Pola de Laviana está El Pintu. También el Abrelatas en Pola de Siero, Casa Farpón en Mamorana, TC28 en Mieres, Mi Candelita en Bañugues, Casa Pedro en Parres, y Castru Gaiteru en Celorio. Todos me han aportado de una manera u otra. Y seguro que me dejo a un montón.
–¿Usas algo de quinta gama?
–No.
–¿Dónde quieres acabar?
–Por lo pronto, dejamos el local actual de Eseteveinte y nos vamos a otro muy cerca. No te digo aún dónde, en breve lo anunciaremos. Es un local más grande, con más posibilidades. Porque además quiero dar más valor a otros aspectos del negocio.
–Buena noticia. Pero a largo plazo, ¿cómo te gustaría acabar?
–Pues no lo sé. A lo mejor no me veo ni aquí, a lo mejor me gustaría volver a Reus. Mi familia sigue allí y la veo poco. Mis orígenes catalanes y también andaluces, por parte de mis abuelos, han influido en mi manera de entender la cocina. Actualmente hago platos que me evocan más a esos orígenes, sobre todo desde el fallecimiento de mi madre hace un año.
–¿El oficio de cocinero te hace feliz?
–Sí, claro. Es una manera de dar un pedacito de ti a la gente que viene. No todo es dinero, hay que sentirse satisfecho con lo que haces.