Antes de la pandemia, llevaba una temporada encadenando entrevistas a cocineros asturianos. Cada uno me recomendaba al siguiente, hasta que Lara Rodríguez se quejó —con razón— de que solo salían chicos. La entrevisté.
Entonces decidí romper definitivamente la cadena. Elegir yo, según mi humor. Y entrevisté a Ricardo Señorán.
Ricardo era así mientras hablábamos en una cafetería de Gijón el 4 de marzo de 2020:
Antes de que publicara aquella charla, llegó el coronavirus, el miedo del que aún no nos hemos desanclado.
¿Aproveché el confinamiento para transcribir la entrevista?
Pues no.
¿Y cuando se acabó el confinamiento?
Bueno, a veces pasan cosas.
Cuando pensaba en la entrevista pendiente, me ponía malo. Sin embargo, en un monumento a esa pereza que sedimenta cieno, no la transcribía: el trabajo o cualquier otra mierda justificaba el malestar inconfeso por dejarlo pasar. Ya sabéis cómo va eso.
Al final, mi amiga Ana me echó una mano y puso las respuestas de Ricardo en un documento de texto.
¿La publiqué entonces?
Pues no, porque me pareció que se había quedado desfasada. Ya ves, como si Ricardo hubiera cambiado de opinión sobre sí mismo.
El inseguro, obviamente, era yo.
El 4 de marzo de 2020, cuando nos sentamos a hablar de su vida y fogones, Ricardo llevaba un año con Farragua abierto. Yo le había conocido en una cena a cuatro manos con Manu, de Eseteveinte. Ese día grabé un vídeo entre bambalinas mientras Ricardo preparaba unos huevos benedictine. Me flipó su concentración en la cocina.
También me flipó que se hubiera fugado del cuadro de El Greco. Que hubiera renunciado a la mano solemne en el pecho por el silencio sacrificado del puchero.
Ricardo se formó en la Escuela de Plasencia, estudió luego Gestión de Hostelería en Ávila. Sudó en un asador, en un restorán tutiplén de marisco en Denia, en Marqués de Riscal… Y unas cuantas aventuras después, mandó su currículum a Diverxo.
—«Me contestaron que estaban interesados. Y me fui a Madrid con mi novia, mi perro… y otro perro más que encontré por la carretera. Tuve que parar en Ávila para ponerle unas vacunas. Cuando entré por la puerta del restaurante, me encontré con camareros con falda y pensé: “¿Qué cojones de sitio esto?”»
Cuando conocí a Ricardo, me sorprendió que llevara el gorro clásico de chef. Me di cuenta en ese momento de que no sabía cómo se llamaba el susodicho gorro y lo busqué. Ajá: la “Toque Blanche”. La leyenda dice que, antaño, cada doblez en esa chistera blanca equivalía a un aprendizaje, de la misma forma que su altura revelaba la jerarquía del cocinero.
—«La mejor experiencia que he tenido en mi vida cocinando ha sido Diverxo. Dabid Muñoz llevaba una camisa con una calavera. Es muy exigente contigo y consigo, es capaz de llevarte al límite, de sacar lo máximo de ti. Cuando entras en una cocina de nivel, tienes que pensar a qué vas. ¿Yo voy a Diverxo a enseñarme? No, voy a hacerme mejor. ¿Cuál es la mejor forma de hacerme mejor? Callar y aprender lo máximo posible. Eres un soldado. Si la has cagado, te callas y ya está».
—«Estuve allí dos años. Después del primero, me quise ir porque ganaba muy poco. Vivía cerca de Diverxo porque no podía vivir más lejos con el ritmo de trabajo. Pagaba 800 euros de alquiler y ganaba 1.200. Al año siguiente, me bajaron el alquiler a 725 y el sueldo me lo subieron a 1.300. Dos años así, fue una brutalidad, pero mereció la pena. Hoy en Farragua puedo tener ese sentimiento de autocomplacencia que tenía en Diverxo. ¿Trabajo mucho? Sí. ¿Estoy todo el día en la mierda? Sí. ¿Soy feliz? Sí».
Las dobleces de la Toque Blanche, según otra fábula, también representaban los modos en los que un chef era capaz de preparar un huevo.
Los huevos benedictine parecen fáciles. Pero llevan casi tanto tiempo como transcribir una entrevista. Aprender a hacerlos perfectos, por supuesto, puede ocuparte un lustro de esfuerzo.
—«Diverxo me enseña a ser cocinero de verdad, lo que significa un punto de cocción perfecto. Siempre he sido perfeccionista. Respeto el oficio de cocinero, por eso llevo el gorro. Soy muy maniático, pero allí aprendí a ser más cocinero. Dabid me dijo que en un año podría ser jefe de cocina. Si hubiera seguido luchando, podría haberme quedado, pero me fui. Me fui a Italia, cerca de Milán, en el Lago de Como, a un restaurante con una estrella».
Y siguió buscando nuevas cocciones de huevos.
Hasta que el azar le reclamó desde Asturias:
—«Un compañero de Diverxo que estaba con Nacho Manzano me dijo necesitaba gente. Cargué todas las cosas en el coche y me planté en Arriondas. Cuando llegué, Nacho me dijo que no tenía sitio allí, que iba a Gijón, con su hermana. “Curras en La Salgar”. Esther es una tía de la hostia, la adoro. Es una maniática también, pero es genial. Yo a veces puedo parecer que voy de listo, pero no es eso: es que llego con fuerza y quiero hacer las cosas de verdad. En La Salgar y había varios jefes de cocina. Uno era el que tiene ahora el Tomate, y otro, el Sixto’s. Ellos se iban y yo quería ser jefe de cocina. Esther me dijo que me iba a dar la oportunidad, que lo luchara. Lo luché, pero al final confiaron en otra persona; y no pasa nada. Al año me fui al Paparazzi, que estaba en Talasoponiente. Pasaron tres meses de verano y dije: “Me voy”».
¿Por qué?
—«Tenía todo apalabrado para irme a un tres estrellas en Escocia y mi mujer me pidió que paráramos. Estaba harta de la vida nómada».
Ricardo tenía que encontrar una huevera.
«Antes tu piel era de ángel del cielo
y te dije ayer que es suave como la de un huevo.
No tiene que ver con lo que te quiero,
donde ponía “ángel” ahora lo llamo “huevo”.
La capital de California ahora se llama Los Huevos,
y el huevo exterminador también es parte del juego».
—«Me fui al Bellavista a trabajar y coincidí en cocina con Víctor Ramón, que es la persona más disciplinada que he visto con esa edad en la vida. Nunca ha llegado tarde, siempre el primero, el que más trabaja. Es un ejemplo. Habrá gente que dirá que es un ogro. Yo no. En la cocina hay que ser muy militar. Aprendí muchísimo de temas que muchos cocineros no tienen: control de dinero, de escandallos, de proveedores, de cómo negociar…»
En ese momento, Ricardo decidió abrir su propio restaurante.
—«Farragua ha sido una herramienta para ser libre. No he puesto ningún plato que sea de otro. Es todo muy mío, aunque sea una adaptación. Voy al mercado, veo algo, y digo: “Voy a hacer esto”. Hago mucha casquería y no me ha echado para atrás pensar que, a lo mejor, a la gente no le gusta. Cada cocinero tiene algo, por eso tiene que hacer lo que sienta. Cambio la carta cada vez que me apetece. Tengo pánico a quedarme encasillado. Cocino muy diferente y hago sabores muy locos, pero tengo miedo de no evolucionar. Llego a casa y empiezo a leer una cosa, y luego quiero leer otra y. al final… me agobio. Mi mujer me dice que descanse y desconecte».
la fuerza que nos va a arrasar.
toda la locura que te puedo dar».
Como sucede con la música, la pintura, las zapatillas o los seres humanos, hay cocineros que te alegran, otros que te entretienen y algunos que, por lo que sea, te emocionan.
La comida de Ricardo me emociona. Hondo. La he asociado a mi abuela, por ejemplo, como ya os conté. Entendí por qué en esa entrevista de 2020, cuando me explicó el nombre de su restaurante:
—«Farragua significa “desaliñado” en extremeño, en castúo. Farragua es algo muy tierno que dicen los abuelos, las madres a los niños. Llegan de la calle mal y les dicen: “Estás hecho un farragua”. Yo de pequeño era muy farragua. Y como soy extremeño, es mi pequeña imprenta aquí. Mangurrio es el menú degustación que tenemos. La mangurria es la parte de arriba de la bellota. Los mangurrinos son los de arriba de Extremadura».
Comí el menú Mangurrio después de fallecer mi padre. Su plato de cordero con plancton volvió a eslabonarme con Ricardo, callándome entero. Hasta el punto de que, en cierto modo, me alegro de haber arrastrado la entrevista durante tanto tiempo. Ahora adquiere nuevos sentidos.
La emoción es el quid de la cocina, y aunque suene grandilocuente, también de la vida: nos aferramos a lo que encontramos emocionante, porque la emoción abre agujeros de misterio en nuestros aburrimientos cotidianos («si es que de agujeros puede uno puede estar lleno»). El dinero, el sexo, la amistad, la lectura o las redes sociales pueden explicarse por esa búsqueda de boquetes que convierten la sangre en una cama elástica; los días, en una carretera en busca de baches. Con la emoción rozamos un sentido superior que acabar desapareciendo, sin que nadie comprenda jamás la trascendencia cósmica y ridícula de tus estanterías, de tus besos, tus canciones y tus arrepentimientos.
Cada plato de Farragua es un agujero. Una colección de agujeros que, cuando masticas, te tragan dentro de ti mismo. Son platos elegantes, adustos incluso, como su jeto, sin ningún exhibicionismo, pero con un hambre de superación en cada berenjena, en cada hígado, en cada huevo, en cada salsa y aroma, que casi te muerde desde esa minúscula cocina donde el chef milagrosamente opera.
Ricardo cocina desde el tuétano y, si el tuyo está alimentado con sus mismos glóbulos, la servilleta se convierte en un velero como el de Fernando Alfaro, lleno de agujeros. «Escucha este cante, cante de remeros, sólo es un remedo, no tengo remedio, medio, te lo digo en serio, si me dices medio, siempre digo entero».
—«Siempre he sido muy inseguro, he pasado mucha ansiedad, he estado con psicólogos. Yo tenía miedo de salir de Plasencia, de mi zona de confort y me ha ayudado mucho ser cocinero. Le debo a ser cocinero ser mejor persona».
Eso me dijo el 4 de marzo de 2020. Y añadió:
—«Me gustaría tener una gran cocina, un equipo grande, viajar por todo el mundo con Farragua. Farragua es la oportunidad para todo lo que va a venir después, es el punto cero. Me gustaría que la gente me recuerde como un buen cocinero».
Ricardo: ya lo has hecho.