Cómo adosé cuatro kilos a mi contorno en solo una semana


En marzo me invitaron al Congreso del Producto y la Gastronomía de Huesca, seguido de un viaje por la provincia visitando a productores y restaurantes. Volví con cuatro kilos que no había transportado a la ida. Cuatro kilos ganados en una semana, que aún no sé cuándo o dónde exactamente se me adosaron a modo de cinturón. Cuando entré en casa de mis padres en Zaragoza con mi nuevo volumen, mi madre empezó a reír hasta encanarse, y continuó riendo como una hiena a punto de la asfixia hasta que me subí al coche para regresar a Oviedo transformado en un simpático lechón desde la cintura a la cabeza, y sostenido por las garrillas de cabra que me sirven de piernas.</style=»text-align:>

Mi madre, aguantando la risa (o Lisa, de Gregory Ferrand).

Al sentarme en el coche me percaté de que los muslos de las garrillas también se habían expandido. Al llegar a mi casa, descubrí además que me había salido algo en los glúteos. Concretamente, un culo.

Un culo feliz (o el arte de Scott Wolf)

Es increíble cómo se deforma el cuerpo a partir de los 40 años. Cualquier despiste –un segundo plato de arroz en apariencia inofensivo, un paquete de galletas en el sofá par animar una noche insulsa– te trasforma durante el sueño en otro ser. Yo ahora estoy intentando querer a este nuevo ente en el que me he convertido, mientras investigo quiénes han sido los causantes de esta mutación en mi anillo de Saturno, los responsables de la expansión circundante a mi vientre que tanta hilaridad le provoca a mi familia en general. Y creo haber determinado los culpables.  Son estos:

1. El pichón que me comí en La Venta del Sotón, uno de los figones tradicionales más señeros de Aragón donde estrenamos su nuevo Espacio N, dedicado a los menús degustación con platos imaginativos. Ese pichón con arroz y fresas remató un convite de varias horas que combinó cada receta con un vino de la amplia bodega familiar. Tened mucho cuidado si vais, porque en cuanto te descuidas, te pones tibio.

El pajarico
Las copas de la cena. A lo loco.

2. El lomo adobado en aceite al estilo de Ariza que probé en la degustación de productos de la empresas González Romero posterior a su taller sobre la elaboración de embutidos artesanales. Una locura de lomo. Casi rebaño el bote. 

Qué delicadeza de sabor, amigos.

3. La judía de riñón de Broto con anguila ahumada, pato, ajos tiernos y puerro que nos sirvió Ismael Ferrer durante su taller sobre la recuperación de variedades de alubias desaparecidas. Yo aún no me he recuperado de la combinación de mar, montaña y huerta de esas judías.

Una cuchara feliz.

4. Esta lámina de pechuga bañada en almíbar con una docena de especias, sumergida en sal durante seis horas y colgada dos días para secar. Fue uno de los espectaculares productos que desfilaron en la charla de Fernando Gutiérrez, Diego Ayuso y José María Lemos, profesores de la Escuela de Hostelería de San Lorenzo. Hablaron de «Otros usos culinarios del pollo de corral y del gallo del Sobrarbe» y mostraron los jamones de sajonia, crestas, salmueras, morcones y patés con cuyas elaboraciones habían experimentado en busca de sabores ignotos. Me quedé con ganas de abrazarles al acabar.

Láminas de felicidad sobre pan.

5. El rabo de ternera con rabo de cerdo que probé en el restaurante Las Torres, cuya cocina suntuosa, con todos los jugos reducidísimos y los sabores concentradísimos, te mantienen los ojos entornados a cada plato.

Rabo sobre rabo.

6. El cremoso de chocolate con sal, pan de Economonegros y aceite Shio de arbequina que remató el menú de El Origen, sitio con un precio fantástico para su oferta.

Laminero total
Esto comimos y bebimos en un sitio donde no se dan un pijo de importancia. El Duna, como siempre, delicia.

7. Los guisantes lágrima con menta y con sobrasada de Lillas Pastia. Qué delicadeza. Más todas las trufas que nos rallaron, laminaron y asaron a baja temperatura en su menú especial.

Tremebundos.
Tremebundas.

8. La terrina de cuellos de ternasco con cardamomo del restaurante El Trasiego, sito en la sede de la Denominación de Origen Somontano. Esa noche probé también el Garnacha Blanca de Miranda de Secastilla, y me hice fan, claro.

Alabado sea el ternasco. Siempre.

9. Los caracoles de Casa Pardina. Los mejores que he comido en muchos años. La mano que tienen sus dueñas en la cocina es cosa infrecuente, hay algo genuino en sus sabores, que son sencillos y a la vez emocionantes. 

Tenía que habérmelos llevado de recuerdo.

10. Las rosquillas y el bizcocho que nos hizo la madre de los chicos de la ganadería Latón de la Fueva. Eso es repostería casera. Eso es una madre, y no la mía riéndose de mi nueva lorza.

El yin, el yan y el anís.

Queda pues consignado aquí el monumental peligro que constituyen los referidos lugares, gentes y viandas de Huesca para mantener un contorno corporal adecuado a los cánones anoréxicos del siglo XXI. A mí, aparte de hincharme de felicidad, esta retahíla de delicias encadenadas me hizo pensar, e incluso escribir un artículo donde defiendo que el futuro de la gastronomía es un cerdo concreto. Y no me refiero a mí, sino a este que os explico aquí

 

Facebook
Twitter
LinkedIn
Tumblr
WhatsApp
Email