Dejemos de hablar de los cocineros

Hace unas semanas me encontré a un cocinero amigo fumando un cigarrillo desesperado a la puerta de su bar. Ojeras de tinta, canas nuevas y el delantal ajado pero recién lavado. Pocas manchas. Pocos clientes. “No sé si voy a tener que cerrar”, me dijo, con una cara que deberían ver el ministro, el consejero y todos los concejales de la ciudad que solo saben recalificar. “Me sale ya más caro preparar una tortilla de patata que freír un entrecot, tío. Es increíble. La garrafa de aceite ha triplicado el precio, las patatas igual, los huevos… Si sumas el tiempo de gas para la tortilla…”.

 

Tiró el cigarro allí mismo, en la puerta de su bar. Ni siquiera lo pisó. Se quedó mirándome, pero sus ojos pasaron a través de mí.

 

 

Tenemos que dejar de hablar de los cocineros. Dejar de hablar de su genio, de la tradición y la vanguardia, del amor al producto. Dejarlos en paz.

 

 

Conozco a un montón de cocineros, por afición y por trabajo. A muchos los quiero, los amo de verdad, porque me proporcionan placer —en eso consiste el arte—, pero también por una particularidad de mi carácter: soy extraordinariamente cariñoso.

 

 

Mi padre tuvo la fortuna de ser elegido por la mejor mujer posible: buena, inteligente y bella, y además normal. Y tal cual salieron sus dos hijas. A pocos seres humanos admiro igual que a esas tres chicas, que son cuatro presididas por mi abuela, o tres resumidas en una foto que ahora decora la escalera. Yo, por contra, salí como tú, papá, ya sabes: concha de navaja a la plancha, tan rica como la carne pero sin carne, o con tu propia carne hecha cubierto y comida, lengua sensual demasiado atraída por el hueco, por el abismo, por el riesgo de cortarte con el filo, ay, animalillo. 

 

 

Quizá por eso tanta gente a lo largo de mi vida ha deducido que soy gay, y quizá por eso también soy tan enamoradizo: porque mi padre, y luego yo por imitación, desarrollamos una admiración inconsciente por lo femenino, por esa otra belleza, ajena y cotidiana, sin inclinación a la violencia animal, que fuimos aprendiendo sin darnos cuenta. 

 

Por convivir con la ternura, vaya.

 

 

A cambio, mi padre nos explicó el placer que cocinaba mi madre, el significado de la copa en alto, del rancho de ternasco y del tenedor incordiando en el vermú. Hizo de filósofo de la mesa: “En la bandeja había tres salmueras por cabeza, David. ¿Cuántas te has comido? ¡Porque no salen las cuentas, jodío!” Risas. Desmesura. Otra cerveza. Gozos en el filo. Vida sin servilleta.

 

La Dora nos mira satisfecha.

 

 

La cocina es violencia, y solo las mujeres saben entenderla bien. El hombre, bruto por naturaleza y educación, únicamente encuentra fuego y crimen en la tabla y el fogón. Someter en la barbacoa. Pontificar sobre la paella. Afilar los cuchillos. Sentirse Baco descorchando, en lugar de Lazarillo. Domingueros del mandil, sacerdotes de la botella e insumisos del fregadero: eso es lo que hemos sido, queridos. El único brindis que hemos alzado con una mujer a solas ha sido el del anillo; o el del polvo adúltero. Pero eran ellas las que fregaban, con esas mismas manos que enjoyábamos, haciendo de la ternura callo. Hoy organizamos congresos de cocineras para sentirnos menos culpables por haber arrinconado a las guisanderas en la construcción del relato artístico (arg) de la gastronomía contemporánea, en ese peñazo esnob de gurús y listillos que llevamos soportando desde que descubrimos que las estrellas nos podían hacer ricos e intelectuales y famosos y todo lo que cantan Duncan Dhu en Mundo de cristal, que es una canción que me gusta mucho porque me hace bailar muy gay.

 

 

La mujer, sin embargo, se ha calzado el delantal por y para los demás desde sus tatarabuelas. Sirvientas, a las que nunca nadie llamó chef, a las que no les publicaron recetas en páginas satinadas con retratos de su genio en claroscuro.

 

 

La cocina contemporánea se ha convertido en territorio masculino, en un vermú sin chicas. Cuando, en realidad, la buena cocina nace de un desprendimiento de sustancia femenina. Porque la relación de las mujeres con el placer ha empezado históricamente por el servicio, y de ese esclavismo ha quedado un formidable saber. Yo admiro a los cocineros que entienden así su oficio: como, simple y llanamente, dar de comer. No lo saben, pero todos esos cocineros son gays.

 

 

Los cocineros ignorantes de su gaycidad añoran realmente a sus madres y abuelas. La cuchara les regresa a ellas, al mimo y la humildad de un guiso, a emociones que nada tienen que ver con las estrellas Michelin o con los corazones de Instagram. Las estrellas y los corazones de silicio implican una violencia distinta a la que, de por sí, supone la cocina. La búsqueda del aplauso al genio coloca el discurso por delante del alimento, el éxito por delante de la plantilla, el beneficio antes que el gozo; la pelea por pagar la ronda antes que el bote colectivo. El chef que aspira al laurel no da de comer: prepara banquetes memorables. Se fascina con su reflejo en el roner, y se pierde en él.

 

 

Hierve, la espectacular película de Philip Barantini, muestra todas las violencias que han pervertido la cocina con una crudeza brutal, mediante un plano secuencia tan inmisericorde en su agobio como la hora punta de cualquier establecimiento que todavía siga bendecido por una clientela habitual. Hierve es un retrato de la restauración actual que, además de las facturas, los proveedores y la puñetera creatividad culinaria, ha de lidiar con influencers mongolos, críticos envanecidos, comensales insolentes, racismos, machismos y xenofobias, alergias físicas y sociales, y con tendencias de marketing que nadie entiende de dónde salen, como los comentarios de Tripadvisor, pero que siempre recortan la sonrisa. 

 

 

¿Quién piensa durante la película en sacar las comandas adelante en medio de semejante infierno? 

 

Pues la subchef, la asistente de ese protagonista desquiciado que dirige un tinglado a punto de derrumbarse con cada mise en place.

 

 

Una cocina profesional es una lavadora de emociones histérica, un pandemónium donde bullen pasiones extremas, tensiones de cien grados concentradas en un minúsculo recinto con más golpes que roces, pero que, por esa misma intensidad física, es proclive a desbocar la sensualidad. Es el reino del tacto, del aliento y de la piel; de la propia, y de la desollada en los cadáveres que resucitan los chefs. Eros y tánatos. Muchas cocineras y camareros guardan anécdotas de encuentros furtivos en la despensa, en el cuarto frío, al cerrar el bar sobre la mesa redonda del comedor principal. Carteros y carteras empolvados que no paran de llamar.

 

Por eso también tanta cocaína.

 

 

Basta leer Confesiones de un chef, de Antony Bourdain, para entender cómo la violencia intrínseca a este oficio se transforma a menudo en sexo urgente, furioso. A veces, incluso en amor, si el ardor ha dejado la carne especialmente tierna tras el último gemido. Pero también a veces en adicciones y en soledad autodestructiva.

La cocina transforma la muerte en amor y en dolor, amigos y amigas. 

 

 

Ahora, aplicad esa frase a vuestra vida. Porque os vais a morir, ya sabéis. Cada día estáis falleciendo, inexorablemente. ¿Y qué desprendéis a cambio, qué aromas liberan las células que se os pudren adentro? ¿Qué desaguáis al mundo? Deberíamos vivir como el cadáver de un pollo en el horno: caramelizando sabores, perfumando las habitaciones, alegrándonos de que nuestra piel se torne crujiente para que alguien tenga algo rico que morder cuando ya no estemos.

 

 

Si mi amigo el cocinero que fuma demasiado cierra su taberna, me quedarán muchos mordiscos en el recuerdo.

 

 

Y es probable que la cierre, a causa de todas esas violencias que ha añadido La Puta Gastronomía, cuya toxicidad ha entrado en una nueva fase.

 

Os explico brevemente, y con más intuición que conocimiento, como hacía mi padre mientras le preparaba el Martini a mi madre.

 

 

Desde hace unos años, muchos cocineros, hartos del peaje autodestructivo que implica buscar el laurel, hartos de cortarse con la navaja del éxito, han regresado a la cocina femenina y han abierto casas de comidas. Dicha razón explica por qué ahora en España se come mejor que nunca. Hay mucho talento en formato pequeño, antiguos stagiers renegados de las guías recuperando su ternura en un puchero.

 

 

Sin embargo, algunos de quienes consiguieron el laurel en los años del ladrillo han seguido un camino distinto: escalar sus negocios, según el mandamiento de esta economía neoliberal que obliga a crecer sin parar, como exige el algoritmo para no perder notoriedad. 

Primero crearon cocinas centralizadas para, aprovechando su marca, servir caterings y bodas. Luego, comuniones, congresos y jornadas patrocinadas. Ahora, a menudo con fondos de inversión detrás, continúan escalando esa fórmula, que ahorra costes y personal al disponer de una macrococina cuyas preparaciones comunes trasladan a distintas franquicias, en forma de gastrotabernas, restaurantes de postín y demás formatos que alcancen todos los salarios. 

 

 

Lógicamente, cuanto más crece la franquicia, más difícil se lo pone a la casa de comidas. Es la lucha entre el artesano y la multinacional, con una brecha que no hace sino engordar.

 

 

Desde 2008, muchos cocineros solitarios —los gays— han añadido al préstamo original para abrir su modesto restaurante un segundo préstamo ICO con el que mantenerlo, para sortear la pandemia de la Covid-19.

 

El ERE o el ERTE, además, les ha dejado aislados: no han regresado los ingresos, impidiendo que lo hicieran los camareros y los ayudantes, que únicamente pueden contratar los fines de semana; es decir, cuando sirven cenas. Muchos, directamente, cierran de lunes a jueves, porque con la garrafa de aceite triplicada y la luz y el gas ni te cuento, no merece la pena levantar la persiana.

 

 

¿Qué salida les queda para sobrevivir? La más socorrida es recurrir a la quinta gama. Es decir, dejar de cocinar. No hacer croquetas, sino comprarlas. Incluso comprárselas a la franquicia, que también explora ese otro escalado para rentabilizar todavía más sus factorías. A muchos clientes, además, les da igual. Comemos quinta gama a saco, normalmente camuflada bajo la palabra “casera”. Pero detrás de esos callos no hay ninguna casa, chaval. No hay madre ni hay abuela, quizá solo haya un golpe de plancha, una freidora y un microondas. Te están emplatando comida envasada, que te cobran como genuina sin que la carta especifique la trampa.

 

 

Solo en su negocio, asfixiado por la competencia del pez gordo y a un impago de la ruina, el cocinero gay ha de bregar también con influencers, tendencias y demás etcétera. Y colgar cada día algo en Instagram, porque no le queda un euro para que una agencia de comunicación gastronómica le tome el pelo cobrándole por cuatro post, un reportaje en el suplemento y una ponencia en el congreso.

 

¿Cuál es la solución a este entuerto?

 

Pues que dejemos de hablar de los cocineros. De los laureados y de los gays. Que los dejemos en paz a todos.

 

 

Cuando le decía a mi madre o a mi abuela que la comida estaba muy rica, siempre me respondía: “Es que ese carnicero vende muy buenos pollos”. 

 

Ahí está el quid.

 

 

Tenemos que hablar de los ganaderos, de los agricultores y de los pescadores. Porque la cocina solo puede sobrevivir si lo hacen ellos


La franquicia no usa pollos de verdad, peces de verdad ni verduras de verdad. Compra producto industrial competente, al que luego su proceso quintagamista le extrae el máximo beneficio. Lo porciona, lo envasa, lo recalienta y lo emplata guay. Como en una boda. Y así lo cobra.

 

El cocinero gay, por contra, solo puede diferenciarse con animales y vegetales excepcionales, criados, cultivados o capturados por gente tan pequeña como él, que también anteponga el placer al puro beneficio. Que entienda su negocio como una forma de vida.

 

 

El cocinero que quiere cocinar, el que se resiste a la quinta gama, necesita que el cliente valore los productos soberbios que utiliza, y que tanto le cuesta escandallar para recibir un precio justo.

 

 

Os propongo pues que no habléis de cocineros, que no os hagáis selfis con ellos, que no leáis nada que solo subraye su talento. Compartid fotos, pero de las cartas. Con los nombres de los platos y los precios. Especialmente, cuando especifiquen el productor, el origen de lo que entra en esa cocina . De qué ganadería es el chuletón, de qué granja la lechuga, de qué lonja la lubina.

 

Si fotografíamos las cartas, descubriremos dónde hay escalera y dónde banqueta, quién comercia en franquicia y quién se considera parte de una cadena alimentaria. Dónde hay familia y dónde, segmentos de clientela.

 

 

La cocina solo tiene futuro si regresamos al placer puro. Si nos olvidamos de la genialidad del chef masculino y recuperamos la esencia femenina del guiso. Si cocinar vuelve a significar dar de comer. Si la gastronomía vuelve a comenzar en la tierra. Si pagamos sabiendo lo que nos dan, y con ese pago, consciente y valiente, valoramos el esfuerzo de quien nos alimenta.

 

Y para eso, amigos y amigas, necesitamos ternura.

 

No texturas

 

 

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