(Este es el texto que leí en el funeral de papá. Creo que ya es hora de colgarlo aquí).
Buenos días a todos y muchas gracias por venir. Os voy a leer un texto en nombre de toda la familia.
Jesús Remartínez tuvo tres hijos, pero ayer se despidió de seis. Sus yernos y su nuera fueron también sus hijos. Y no es una frase hecha: con Jesús no servían los tópicos. Era extraordinariamente normal. Capaz de desarmar con una broma al más estirado y al más tímido. Capaz de incorporar a cualquiera a un vermú familiar.
Hace dos semanas me pidió que escribiera un texto para la misa de año de su hermano José Luis. Nos reímos porque al intentar decir “panegírico”, con la sonda puesta, el oxígeno y los cables, acabó diciendo un palabro imposible. Y al intentar corregirlo fue todavía peor, claro, convirtiendo la risa en carcajada. No sé la de cientos de momentos como ese que nos ha dejado grabados en la memoria.
Es bonito que hoy hablemos de los dos juntos, de Jesús y de José Luis. Los dos trataban a la gente con tanto cariño que no distinguían entre lazos de sangre o tipos de amistades. Algo que llevaban dentro les empujaba a bromear con cualquiera, a acompañar siempre los saludos con un gesto de afecto. Ninguno quería ser otra cosa que lo que era. Ninguno sabía tratar a la gente sin acabar tocándola.
Nos empeñamos en tener una vida larga, cuando lo importante es que sea ancha. Y la anchura solo se calibra por la cantidad de gente que eres capaz de reunir en tu mesa. Y eso, a su vez, solo se consigue tratando a todo el mundo bien; sabiendo querer, lo cual obliga a no creerte mejor que nadie, a ser indulgente, a priorizar los momentos sobre los planes y el alrededor frente al adentro. A entender que la vida es la gente, no los trabajos, el dinero, el éxito o las expectativas que nos imponemos.
Jesús, de una manera inconsciente, siempre lo supo. Por eso su mesa siempre fue tan larga como ancha. Cuadrada. Redonda, en realidad. Tuvo tres hijos y despidió a seis, quiso a sus tres hermanos y añadió a muchos otros por el camino. Como si su apellido duplicado le condujera a duplicar todo lo relacionado con el cariño. Y nunca, y lo sé de buena tinta, despreció a nadie por su forma de ser. No sabía hacerlo, no perdía el tiempo con ello. Lo que llevaba dentro era bueno. Bruto, noble y escandaloso, como un gran aragonés. Por eso, cuando te enfadabas con él, te enfadabas dos veces: porque sus defectos resultaban injustos ante la sencilla grandeza de sus talentos. Le queríamos tanto que queríamos que fuera perfecto.
Solo con ese carácter se entiende que lograra prolongar tanto su vida, no solo en anchura, sino también en años. No conozco a nadie que, sin pensarlo siquiera, se haya reído tanto de la muerte como él, que haya peleado de una forma tan formidable. Que encadenase accidentes de coche, operaciones cardiovasculares, cinco tumores cancerígenos y no sé cuántos dolores, y que con semejante historial, que nunca parecía terminar, un mes antes de morirse estuviera tomándose un vermú como si su salud fuera de hierro. Porque era un inconsciente. El más divertido de los inconscientes. El temerario más valiente.
Todo esto nos enseñó el marido de Dora, el abuelo de Manuel, Sara, Daniela, Salomé, Juan y Jimena, el amigo de todo el que quisiera acercarse a él. El hombre cuya vida comenzamos a celebrar aquí, y al que le vamos a dedicar todas las rondas de cañas, vinos, torreznos y salmueras desde hoy en adelante. Porque, ¿sabéis qué será lo primero que, inevitablemente, recordaremos siempre de él? Pues su escandalosa e imborrable risa. El mejor epitafio para cualquier vida.