El tomate es una cuestión de tiempo

Mi hermanico Pedro y yo tuvimos la suerte de ser nombrados ambos y en comandita «Tomateros Mayores» de Bezana el fin de semana pasado. Fue un momento memorable, rodeado de tanta gente a la que quiero. El caso es que escribimos un pregón al alimón, pregón que aquí os dejo, tal cual lo leímos, en agradecimiento infinito a la Feria del Tomate Antiguo (ah, y a Dani Pedriza por la fotaza).

PEDRO: Bezaniegos y bezaniegas, en este espléndido día de verano, este gañán de aquí y el mongolo que les habla no podíamos sentirnos más agradecidos por este título, Tomateros Mayores, que nos integra de golpe en la aristocracia del yantar, que es la más feliz de las hidalguías.

En la vida, hay un momento revelador en que entendemos el viaje en el tiempo. Y nos pilla siempre comiendo. Al gran escritor francés Marcel Proust le ocurrió con una magdalena que lo mandó de súbito a un momento de la infancia. Siete tomos escribió a cuenta de aquel destello. Con un sobao habría escrito la Enciclopedia Espasa. En la película de cocina y ratas Ratatouille, cuentan lo mismo en un plano de dos segundos: el crítico gastronómico Anton Ego prueba un bocado de pisto y de pronto tiene siete años y está sentado en la cocina de su abuela. A mí esto me pasó con los tomates cántabros.

DAVID: En mi caso fue la salsa de tomate. Mi acercamiento al tomate surgió con apenas 5 o 6 años, cuando descubrí que siempre que comía macarrones con tomate, siempre, pero siempre siempre, parte de la salsa acababa en mi ropa. Incluso a veces, en mi cara. Desde muy pequeño descubrí que mi enclenque organismo generaba un campo magnético formidable cuando me plantaban delante algún plato con salsa de tomate. De ahí que mi sentimiento más antiguo hacia este fruto milenario sea el dolor. Dolor cervical, concretamente. El que generaban las aún más formidables collejas que me calzaba mi madre cada vez que, inevitablemente, y por mor de una ciencia satánica, me manchaba con humillantes perdigonadas de tomate. Y si en lugar de pasta me ponían albóndigas, aquello ya acababa como un museo de arte contemporáneo. Aún recuerdo cómo se detenía el tiempo, a cámara lenta, cuando se aproximaba el collejón.

PEDRO: El tomate es mi máquina del tiempo. Porque uno, antes de periodista fue verdulero (como decía mi güelu, “pues me cago en la diferencia”) y asistió al momento en que unos tomates holandeses (ponía “Holland” la caja, vete a saber), rojos, duros, exactos unos a otros y colocados en bandejas de una sola planta, en moldes de cartón azul, ordenados como un surtido de galletas Cuétara, desplazaron a los tomates de mi pueblo. Los tomates de Friera, en la vega del río Libardón, eran grandes, verdes por un lado, naranjas por otro y con pequeñas mechas rojas. Feos, desiguales y deliciosos. Pero por más que uno recomendaba el producto local desde detrás del mostrador, el veraneante prefería aquellas pequeñas pelotas coloradas de los Países Bajos, que no sabían a nada porque nada había dentro. Rojos y perfectos buñuelos de agua.

DAVID: Yo después de las manchas establecí una segunda relación más interesante con el tomate, ya de mayor. Concretamente, con el Bloody Mary. Empecé tomándolo porque decían que curaba la resaca y acabé encadenando resacas. Quizá por el apellido que me redunda el nombre, todo lo que empieza por re también genera un extraño magnetismo en mí. Resaca. Rebañar. Relamerse. Recolleja, que es la doble colleja que encadenaban mi madre y mi padre cuando, además de mancharme con los macarrones, me chupaba la camiseta para no perder ni una miaja de la salsa. O refrito, que no es lo mismo que un sofrito, porque un buen sofrito siempre ha de llevar tomate para aportar su mágica combinación de acidez y dulzor. El tomate es la mujer fatal de la cocina, ese cuerpo voluptuoso vestido de rojo que entra a un bar lleno de cebollas mustias, ajos bruscos y zanahorias tímidas acodadas en la barra. Y todos le miran admirando, porque el tomate, nacido del sol, absorbe su luz y la refulge con la misma virulencia con la que su salsa termina en mis camisas. El tomate es un verano en el invierno de las hortalizas con las que comparte cazo, sartén, sopa o gazpacho. El tomate es el fruto de la belleza, pero de la belleza buena, de la imperfecta, la misma que durante las últimas décadas han arruinado los tomates plastificados del supermercado.

PEDRO: En Colunga, se fueron perdiendo las semillas de esos tomates feos y sabrosos, por otros más emperejilados y menos suculentos. Me duele decirlo, pero los cántabros habéis sido mejores custodios de vuestro tomate que mis paisanos, que ahora andan rectificando, gracias a Dios. Por eso mi destello fue con unos tomates de aquí al lado, de Liencres. Mi sorpresa fue como la de Ego con las verduras pochadas o la del viejo Proust con su cupcake. Como el que se frota los ojos, tuve que pedir otra ración para asegurarme de lo que acababa de pasar.

DAVID: Lo que le sucedió a Pedro con los tomates cántabros me pasó a mí la primera vez que probé el kétchup. Se me puso cara de Shin Chan. Qué delicia, qué marranada tan adictiva. Y ni te cuento cuando probé a hacerlo en casa. ¿Por qué no hacemos kétchup en las casas? ¿Por qué ni siquiera hacemos ya nuestras propias salsas de tomate usando tomates de verdad, rallándolos o picándolos, en lugar de abriendo botes o latas con tomates embalsamados? ¿Por qué solo usamos los tomates frescos para las ensaladas o los salmorejos? ¿Por qué no los secamos, asamos, escabechamos, fermentamos, guisamos o los transformamos en lujuriosas mermeladas? ¿Por qué le negamos a un alimento tan infinito sus posibilidades como entretenimiento de cocinero y comensal?

Tenemos que ponernos a cocinar tomates, y también tenemos que dejar de quejarnos de que los tomates que compramos no saben a nada. El tomate real se come solo cuando está. Con el buen tiempo. Y cuando no está, hay que echarle de menos. Echad de menos al tomate. Porque el tomate es una cuestión de tiempo. Y si aceptamos que no controlamos el tiempo, que solo podemos aceptarlo, disfrutarlo y recordarlo, conseguiremos guardar dentro de nosotros y de nosotras un verano eterno. Como el que hoy habéis traído hasta aquí con vuestros tomates recuperados gracias a una feria y a un proyecto de semillero que merece un aplauso loco, de Sin Chan, de esos que dejan las manos rojas de emoción. Como mis camisetas de crío y mis camisas de adulto.

 

PEDRO: Uno solo conoce tres formas de hacer que la vida valga la pena. Fabricar recuerdos, para refugiarse en ellos cuando vengan mal dadas, procurarse placeres que hagan deslumbrante el presente, e imaginar esperanzado una dicha futura. O sea, recordar los tomates que te has comido, comer tomates y salivar pensando en la promesa de los tomates que vas a cenar. Los tres deben practicarse de forma sincronizada. La nostalgia por el tomate de antaño, si no se acompaña del sueño de tomates futuros y el paladeo de los de ahora mismo, nos vuelve melancólicos y huraños. Benditas sean esta tierra y sus tomates, y también vosotros, pastores de tomates, guardianes de un tesoro que nos mantiene risueños y rejuvenecidos, convencidos de que el mejor Tomate Antiguo está por venir.

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