Antes de ir al ajo del asunto, un poco de contexto.
El fascismo fue un movimiento político muy popular durante el siglo XX, y también en nuestros días, que inventaron los italianos.
A los italianos se les da muy bien todo lo popular: la comida popular (la pasta), la canción popular (San Remo), la bebida popular (el vermú), el arte popular (el Renacimiento), las motos populares (Vespa), los coches populares (Fiat 500), la televisión popular (Canale 5) o la política popular, caso del fascismo.
A los italianos se les da muy bien lo popular porque son un país constituido por pueblos, por poblaciones, por ciudades estado y ciudades aldea que se agruparon pero que nunca han perdido su carácter propio, aunque dicha acumulación de idiosincrasias les haya costado más de un disgusto y algunos monstruos de poder (Berlusconi, Mussolini, Salvini; la mafia). La misma historia de Italia es la historia de una ciudad, Roma, que fue parte y todo, y de cuyo desgajo salieron pequeñas metrópolis de progreso –Venecia, Florencia, Milán– donde la raigambre era compartida pero distinta. Italia se ha construido sobre la suma de esas identidades, a partir de ciudades, de gentes, caóticas por supuesto como el propio ser humano (y en especial en el mediterráneo). Probablemente por esa filiación popular de su tierra, las expresiones culturales italianas siempre han resultado llanas y arrebatadoras allende sus fronteras: las óperas mainstream de Verdi, los inventos de teletienda de Da Vinci, la decoración de interiores de Miguel Ángel, el culebrón por capítulos de Dante, el amor por la mia mamma como anclaje al mundo y el dolce far niente como filosofía vital: ver la vida pasar, acaso lo mejor que se puede hacer con ella.
España, por contra, se ha construido aglomerando pueblos como quien pastorea cabras: empalizándolos tras los palos de los mástiles y los palios. Aquí fue nuestra corona (primero bicéfala, luego habsburga y finalmente borbónica) la que se inventó una unidad incuestionable, atada con el yugo del dogma religioso y financiada con el formidable dinero que durante siglos provino de aquellas indias que eran américas, pero que permitieron sufragar los fastos, guerras y vicios de reyes, clérigos y adláteres, a costa de hundir nuestra economía en el feudalismo, en la cueva; en la quijada de los austrias y en los ojos apopléticos de los borbones. Y así, nuestros lazos internos de unidad fueron, en realidad, cuerdas.
Esos son los mimbres sobre los hemos construido el presunto carácter uniforme de nuestro país: negándonos los rincones, arrinconando nuestras identidades, supeditándolas a una definición colectiva de diccionario real. España negó durante siglos sus ciudades, impidiendo cualquier burguesía y despreciando a todas sus regiones por provincianas, excepto al siempre provinciano Madrid. Obligó a los ciudadanos a asumirse como vasallos, y a hacerlo con esa cara de absoluta satisfacción que mostraban los personajes de El Greco. España ha dejado durante siglos a la gente como algo accesorio, desechable, caricaturesco, pícaro; residual ante el concepto de patria, ante la gloria de los que repartían las medallas sin ir nunca a la batalla. Ser español ha sido y es una obligación, cosa que no sucede en muchos países del mundo.
Se entiende entonces que en esta tierra tan poco dada a aplaudir lo popular nunca hayamos tenido fascistas, sino fachas. El fascismo es una ideología sencilla de aprender, de gente empujada, porque se transmite sin razonar, por osmosis. El fascismo no se piensa: se exuda. Pero aquí en España ni siquiera tuvimos que segregarlo: simplemente, un mal día nos obligaron a alzar el brazo por encima de nuestros cerebros, después de tres años de una matanza que hubiera dejado acongojado al mismísimo Greco, que hubiera exiliado a Goya, que pintó desde Francia Picasso. Para los españoles, el fascismo no fue una ideología o una corriente política, sino el último accesorio sobre nuestra incuestionable identidad nacional inventado por el poder tirano. De repente, éramos fachas. De repente, otra vez España.
Normal pues que los italianos sean siempre más divertidos. Incluso cuando salen en camiseta de tirantes aireando sus peores sudores en las películas de gánsteres o en las cocinas paupérrimas del neorrealismo, ese retrato de su miseria que sin embargo tantas veces devuelve pundonor. Los italianos son orgullosa gente de pueblo, a diferencia de nosotros, que desde antaño nos hemos avergonzado de tal condición. Ellos se gritan los reproches en los patios de vecinos; nosotros nos callamos en misa y al salir despellejamos al vecino emboscados tras los visillos. Su parlamento es una triste comedia; el nuestro, un mal drama. Su aceite es un icono gastronómico pop; el nuestro, la crónica de un latifundio que deslomó a generaciones. Y así todo.
En todo esto he ido pensando mientras leía El hambre en España, el impresionante ensayo de Miguel Ángel Almodóvar que debería incorporarse como libro de texto en los planes académicos del Ministerio de Educación. Pocos libros de gastronomía he devorado con tanta emoción. Pocos enfocan la comida desde un punto de vista tan principal. Pocos nos explican mejor. Aun siendo una colección de episodios y no una tesis doctoral (como el mismo autor avanza en el arranque), El hambre en España recorre nuestra historia a través de lo mucho que hemos sufrido, hasta el punto de despertarte un sentimiento patriótico: la compasión por los millones de paisanas y paisanos previos a nosotros cuya existencia se redujo a la búsqueda diaria de algo que echarse a la boca. Un paisaje que, para mayor escalofrío, se acabó hace dos días: a finales de los años sesenta.
Sin quererlo, el libro de Almodóvar hace mucho más que las películas de su homónimo cinematográfico por definirnos como país: resuelve la pregunta de qué plato nos resume como nación. No son las ollas, no la paella, no la tortilla de patata o las tapas. Son las gachas: agua mezclada con harina de almorta, de mijo, de maíz, de lentejas, harinas de cereales incapaces de levar un pan comestible o harinas de legumbres desechadas, que se diluían al fuego de un miserable brasero con el único lujo, cuando lo había, de un pedazo de tocino rancio o de un tasajo de cabra a compartir por la madre, el padre y los demasiados hijos desnutridos. Eso han comido durante siglos los españoles que cultivaron las tierras, que pagaron los impuestos, los arrendamientos, el cepillo y el diezmo, que combatieron en Filipinas, en el Rif o en el sitio de Madrid. La cocina tradicional española son gachas, pasta de nada, por mucho que nos guste emplazarla en las fabulosas recetas de palacio o en los platos de las abuelas que no conocimos hasta que lentamente (y con la terca renuencia de los fachas) empezó a llegarnos la democracia.
El historiador John Dickie explica en Delizia! La historia épica de la comida italiana cómo la culinaria transalpina surgió de la prosperidad de sus ciudades, conforme desde el siglo XV, cuando aquí andábamos coronando a unos y quemando en la hoguera al resto, su comida de clase baja mejoró con la aparición de las clases medias propiciadas por el comercio. Combinar ese libro, estupendo también, con El hambre en España y su repaso siglo a siglo de nuestra penuria en cacerolas explica por qué allí hay tanto orgullo culinario y aquí, tanto olvido de lo que fuimos y tanta vanidad por lo que de repente hemos sido. Y obviamente no se trata de si unas recetas son mejores que otras. Se trata precisamente de lo más importante en cualquier cocina: de lo que hay detrás.
Detrás de una patria puede haber un concepto, un territorio o un símbolo.
O gente.
Y con la gastronomía, pues lo mismo.