Gastroenteritis, o cómo me puse enfermo con el «mundo gastro»

Estamos en un congreso gastronómico nacional. Un cocinero cuya chaquetilla parece el mono de un piloto de Fórmula 1 (ni un rincón textil sin el logotipo de un patrocinio) explica a una audiencia apretujada y con los teléfonos en alto cómo ha conseguido, gracias a su equipo de I+D+i+C (la C la ha añadido él, y es de “Creatividad”), ha logrado, dice, mientras le graban y retransmiten cientos de cámaras de un público incapaz de mirar, ha conseguido, en fin, deshidratar un jamón ibérico entero, desde la pezuña a la punta, destilando además el tocino blanco en el proceso y convirtiendo la carne amojamada en polvo de jamón para, con esos ingredientes “creativizados” (término también de gestación propia), reconstruir el jamón en su laboratorio, pero dándole forma de bellota gigante. Una bellota enorme, como la bola flotante de Chaplin. La sirve junto a un falso cuchillo jamonero que, en realidad, está “recreativizado” tras liofilizar pan, tomate, aceite y sal, y argamasarlos en forma de hoja y empuñadura. El cuchillo corta. La bellota llora grasa. El congreso aúlla de felicidad. Los móviles se espasman. El gastropúblico va a flipar.

En su novela “El restaurante del fin del mundo”, Douglas Adams dice: “El universo, como ya hemos observado antes, es un lugar inabarcablemente grande, hecho que la mayoría de la gente tiende a ignorar en beneficio de una vida tranquila”. Esta frase es perfectamente aplicable al fenómeno social que hemos convenido en denominar “mundo gastro”. Los humanoides de este siglo apenas miramos a las estrellas. Sin embargo, creamos mundos extraños dentro de nuestro maltrecho planeta para sentirnos tranquilos. Véase el prefijo «gastro», convertido en un concepto absoluto: todo es gastro en nuestra modernidad, desde la gastrodiplomacia a la gastroterapia o el gastrosexo. La comida, por contra, se ha convertido en un trampantojo inmenso. Vamos a repasar en qué pilares se sostiene nuestro gastrodelirio colectivo.

Las redes sociales

Un vídeo en el que alguien, un sapiens contemporáneo, con una mente cósmica a juzgar por el experimento que se dispone a perpetrar, introduce unos contramuslos de pollo en una bandeja de horno, los cubre con un litro de cocacola, dispensa encima de cada pieza un emplasto grosero de ketchup, otro de mostaza, otro de siracha, miel, crema de cacahuete, dos sobres de sazonadores orientales que parecen las cenizas de un difunto y una última mierda que no alcanzo a reconocer en la pantalla. Por si acaso la cocacola no aporta suficiente líquido, o sabor, o suicidio, el “chef” remata la faena con sendos chorrazos de soja, salsa Perrins y un riego de algo parecido a la orina de mi perro cuando sufre cistitis. Una hora de horno. ¿A qué olerá eso? El vídeo acaba mostrando con orgullo el… ¿plato? 

«¿Tengo que probar eso para estar al día del mundo gastro?», me pregunto, mientras me dirijo a la habitación donde trabajo, o más bien teletrabajo, habitación que también hace las veces de dormitorio y salón y leonera, y en la que a diario comparezco en enésimas videoconferencias ataviado con camisa y jersey, pero desnudo de cintura para abajo, y en ese cuarto, que resume mi soledad contemporánea y mi propio delirio, voy cogiendo de las estanterías todos mis libros de gastronomía, acumulados durante décadas. Sigo pensando en el “pollo a la cocacola” cuando me dirijo a la cocina y destruyo los libros, uno a uno, en la Thermomix. Me siento extrañamente liberado. Debería quitarme también la camisa y el jersey, untarme en siracha y, de esa guisa, modificar mi avatar.

La ciencia

Cual Juan Bautista de la salud pública, un nutricionista advierte en una revista de alimentación acerca de los numerosos perjuicios que encierran los carbohidratos. Si se alían con el azúcar y las grasas, ni un danacol te librará de morir de forma prematura. Así que nada de carbohidratos; nada de pasta ni arroz ni pan ni patatas ni determinadas verduras que pérfidamente los acumulan. Poca fruta, por el demoníaco azúcar. Condena eterna al almidón. Gastrocuídate, insensato. Me siento un poco mal conmigo mismo.

En la misma revista, un artículo alerta sobre la contaminación del pescado con metales pesados, y un tercer texto, sobre las carnes terrestres nocivas por la ganadería intensiva; que básicamente son todas, menos las de animales en peligro de extinción. Abro la nevera. Vacío todos los estantes y los saco a la basura. Necesito un urogallo o un bucardo si quiero volver a preparar un asado. Me siento fatal.

Los restaurantes

Viajas y descubres que en cualquier ciudad española, sea de secano, de río o de costa, dos vertebrados acuáticos se han reproducido con una furia desconocida en la evolución planetaria de la vida. Esos bichos ubicuos son la lubina salvaje y el atún rojo. Se cree que solo quedan tres restaurantes en la península y en las islas por añadirlos a sus cartas, por ofrecer audaces tartares y cebiches de lascas marinas sostenibles. Son ya peces típicos de Ciudad Real, Lugo, Segovia, Huesca y Tarifa. Se están creando cofradías. 

Si Noé tuviera que evacuarnos a causa de otro aguacero desatado por un dios enajenado, o simplemente por el cénit del cambio climático, llenaría su barcaza (o su gastrobarca, o su gastronave nodriza) de atunes rojos y lubinas furibundas, las nuevas especies autóctonas del siglo XXI. Algunas parejas ya bautizan a sus recién nacidos como Lubiña y Atúncarlos. El nuevo presidente de la Real Academia de Gastronomía se llama Piscifactorio Arrastre López.

El supermercado

Recorres el lineal del supermercado, kilométrico, laberíntico, iluminado por otro dios cabreado, y un buen día te percatas de que en todas las cadenas empresariales hay lo mismo. Precocinados, congelados, snacks, fingers, pizzas, mozzarella de urogallo. El rincón bio y el rincón gourmet con sus respectivas versiones de precocinados, fingers, snacks, etcétera. En la pescadería, por supuesto, lubitún fresco. En la carnicería, pollos amarillos como un rotulador Carioca. 

Alcanzo la caja registradora mareado: “¿Quiere bolsa, tiene tarjeta de socio, algún vale de descuento?” Millones de productos embolsados y empaquetados a diario en continentes más caros de producir que su contenido, y que convierten la aparente hiperabundancia en un consumo restringido. Te rebelas. Vas a la tienda biológica de la esquina. Las acelgas, a diez euros. Casi que me compro otro abrigo, por si sube la energía. Vuelvo al supermercado. Me saco la tarjeta de cliente. Empiezo a hacer los pedidos ultramarinos a domicilio. A los dos meses, decido que no merece la pena limpiar las migas de hamburguesa del albornoz (que, al secarse la siracha y tras un par de protestas en las videoconferencias, he adoptado como mi nueva epidermis de autónomo).

Los influencers

Dice Lubiña del Corral-Turkey, en cuyo perfil se define como “gastroapasionada”, que, después de dos meses alimentándose únicamente de kombuchas de una marca de colores estridentes y nombre tropical, ha adelgazado diez kilos, ha recuperado creatina en su cabello, sus deposiciones se han regulado en frecuencia y peso (amén de asomar con un precioso tono rosáceo) y, para remate, ha dejado a su novio, un perverso narcisista. La dieta de zumos orgánicos le ha propiciado, asegura, una clarividencia que no había conocido con el mindfulness o con el lapo spinning (una nueva modalidad de los gimnasios donde el monitor te muele a escupitajos. O “gastrolapos”). La kombucha es un alimento milagroso, numerosos estudios lo confirman. De hecho, la colocan siempre en los rincones bio. Entro en la web del supermercado. Encargo dos palés de kombucha. Al rato, un whatsapp del proveedor me informa de que se ha agotado, pero que me manda la misma cantidad de semillas de chía, que puedo moler yo mismo con idénticos beneficios para mi organismo. Acepto. Y de paso, le envío un mensaje a mi novio espetándole sin emoticono alguno que es un narcisista rojo y salvaje, y que lo dejo. Mi albornoz también tiene matices rosáceos. Aparte de moho disperso. Decido rebautizarlo como “gastrornoz”.

Los concursos

Es la una y media de la madrugada de un martes y un programa de televisión muestra a una selección de niños impertinentemente simpáticos competir por un título de cocinero no homologado. Llevan tres horas de programa intentando reproducir la famosa “Bellota ibérica” del cocinero del congreso. Con una limitación: no pueden utilizar el tocino. Ni tampoco, por supuesto, carbohidratos. En lugar de ver a los menores de edad cocinar, el programa los muestra confidenciando sus manías y amistades hacia sus rivales. Los jueces son Piscifactorio Arrastre López, Lubiña del Corral-Turkey y, como invitado en este episodio, el mismísimo creador de la bellota Chaplin. Llegado el momento de analizar los platos, la mitad de los concursantes acaba llorando. El programa bate su récord de audiencia. 

Las enfermedad

Amanezco en el sofá, con el gastrornoz arrebujado. Me duele el estómago. Tengo fiebre. Llamo al médico, le relato mis síntomas. “Ha pillado usted una gastroenteritis”. “¿En serio? ¿No será por comer las semillas de chía, verdad?”

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