Mi madre ha puesto una foto de mi abuela en un quicio de la casa del pueblo, que es la casa de mi bisabuela, donde nacieron mi abuela y sus hermanos, y que ahora ocupamos los siguientes. La foto reposa sobre un gran mueble cajonero de madera de la primera planta que te topas de frente al subir y al bajar las escaleras, haciendo de barrera si vas demasiado deprisa, como sucede a menudo. Pero, por mucho pandemónium que haya alrededor de esa esquina siempre con gente duchándose, vistiéndose, jugando o buscando cosas a voces, resulta inevitable sorprenderte con su cara. Es un retrato donde mi abuela, guapérrima como era, mira a cámara con serenidad. Hace que relajes el paso.
Me tiré todas las navidades mirando esa foto, que es recuerdo y presencia, que me alegra porque me pone triste y que no me quito de la cabeza desde entonces. Hace unos meses, al poco de morir, estaba en un chigre comiendo no sé qué cuando a mi lado pasó una camarera apresurada con una ración de conejo guisado para servirla en otra mesa. Me eché a llorar al instante, nada más olerlo, pero muy bien. Me gusta llorar a mis muertos, estén enterrados o no, porque es la forma más dulce de seguir queriéndolos y porque creo que debemos hacerlo, hay que dejarles aflorar cuando deciden recordarte que siguen ahí, adentro, bullendo lo que fueron para ti, ciao. Las cosas suceden pero nunca se van, no deben, porque entonces te vas tú tras ellas y te pierdes. Los muebles cajoneros no sirven para mucho cuando se trata de afectos, probablemente solo para esconder o arrinconar. El dolor merece también su marco. O sus platos. Yo, por ejemplo, sé que ya nunca podré volver a cocinar un conejo sin acordarme de ti, maña mía, ay, lágrimas de pimienta y sal. Tu mano cogida viendo la televisión: ahí me he quedado. No quiero marchar.
Mi abuela guisaba de fábula porque era abuela y además era buena y además pensaba que yo era estupendo, que ya ves. En realidad, más que guisar, mi abuela daba de comer, como hace mi madre, otra señora hermosa que guarda esa misma maña de quienes con los cazos, las sartenes, los caldos y los sofritos solo pretenden cuidar. Me gusta pensar que yo he heredado eso, que la cocina me hace tan feliz porque me encanta dar de comer, a mí el primero, peldaño de una escalera que empezó con toda esta gente a la que recuerdo más que veo.
Cuando Ricardo y Manu me invitaron a la cena a cuatro manos que organizaron en Farragua, en Gijón, el primero me propuso incluir un plato en el menú degustación que significara algo para mí (como había hecho Manu en la cena previa de Eseteveinte, en Oviedo; ya veis qué suerte tengo). Esta vez, con la foto todavía reciente en mi cabeza, propuse dos: un conejo guisado, que mi abuela acicalaba añadiendo a la salsa un huevo duro rallado; o unas migas con ajo, tocino, longaniza y alguna fruta, o sea lo que mi abuela y sus hermanos comieron durante la mitad de su vida. Pensé también en una asadura de cordero como la que ella nos preparaba para almorzar y que mi primo y yo devorábamos cual pastores hambrientos de monte, la vida girando entonces alrededor de los pantalones, donde el día que nos encontraron una china se montó la de dios, por cierto. Pero me pareció demasiado. El conejo o las migas significaban por sí mismas un mundo, en absoluto perdido, pero sí pendiente de reubicación. Ricardo eligió las migas, que adaptó con su talento y con su origen extremeño y a las que, en detalle, coronó con unas uvas, como hacía mi abuela, uvas que refrescan la boca, y uvas que hermanan irremediablemente el pan duro con el vino invitándote a beber para de inmediato atizarle otro viaje al puchero, subiendo y bajando la cuchara, copa arriba, copa abajo, escaleras, peldaños, gente persiguiendo.
Ricardo no sabe cómo me emocionó aquello. Aquí te lo digo, maestro. Y aquí te lo digo también a ti, maña mía, abuela, yaya, Vitoria, familia. Creo que ya te he encontrado mi propio quicio.