Los cerdos latones que se crían en unas montañas de Huesca a las que cuesta llegar incluso siendo alpinista son más felices que tú. Son cerdos que suben y bajan la montaña como si fueran cabras, con esa soltura suicida, con esa certeza absurda de que su raigambre con el paisaje les impedirá despeñarse. Yo casi me mato bajando por esos riscos para llegar adonde los cerdos rezongaban como buenos cerdos, plácidos, arrasando arbustos y haciendo ruidos de cerdo, laminando un paisaje que no acababa de creerse que aquellos animales, tan dóciles, tan domésticos, tan recluidos por siglos, pastaran en sus tierras como si fueran sus primos jabalís. Los cerdos de Huesca son aristócratas ingleses jugando a ser su presa y dan una carne y unos embutidos que te arrancan llagas en las manos de aplaudir a dos carrillos.
Estos cerdos, unos 300 ejemplares al año, los crían entre dos chavales jóvenes bajo la marca Latón de la Fueva y con el reclamo comercial de Los Cerdos Felices. Un acierto: yo me pongo contento con solo recordarlos. Sus animales, rosados con pintas y manchas que parecen dibujadas, son el resultado de 14 años de ganadería en cuya genética han mezclado distintas razas, entre ellas el cerdo pirenaico y el cerdo vasco bigurdano. Alcanzan los 180 kilos a base de una dieta vegetariana y azarosa: pillan lo que hay por el monte en cada estación, o sea bellotas en otoño, hierbas y raíces en primavera, y cuantas hojas y plantas encuentran a su paso. Cuando esquilman una parcela del monte, los pasan a otra para regenerar aquella, según me contó paseando por la ladera Néstor Borruel, uno de los ganaderos, de hablar tranquilo, simpático, evidentemente a gusto con el trabajo que ha elegido.
En La Fueva matan unos 125 cerdos al año, en cinco matanzas de 25 cerdos cada una, y el resultado son cosas así cuando se trata de la carne fresca.
Y así cuando la transforma la artesanía charcutera de Melsa, la única compradora de piezas para embutir, ahumar y curar.
El pedazo de carne de la primera foto es el denominado Chulatón, jugoso, suave, con una grasa elegante y extrañamente ligero al comerlo. Yo lo probé en un restaurante de Alquézar que debéis apuntar (junto con el nombre del pueblo, si no lo conocéis): Casa Pardina. Dos mozas que cocinan con una sencillez aplastante.
Los embutidos de Latón, a su vez, tampoco saben a nada habitual. La espléndida grasa alpinista de los animales, unida a su alimentación sana y frugal, se junta con el buen hacer de una empresa que con cada partida de cerdos que recibe estudia qué mezclas de pimentones, ahumados y curaciones es la más adecuada, para rendirle pleitesía a cada animal sin par. Para conseguir, en definitiva, que toda esa felicidad que desplegó en vida por el monte llegue hasta tu estómago encapsulada en rodajas o en rebanadas de pan. Y que entonces llores, porque no hay muerte natural que no propicie una buena vida.