Hubo un año, hace bastantes ya, cuando era joven y de cada beso brotaba un grano, en el que me atraganté con las uvas de Nochevieja. Tosí, regurgité, deglutí el atasco malamente, me di un pelín de asco, y perdí la cuerda de las campanadas sucesivas (cargándome de mal fario). Cuando levanté la vista, toda la mesa estaba mirándome con ojos como platos. Mi madre se echó a llorar, mi padre me dijo que era una vergüenza vernácula, mi abuela se aferró impotente a su rosario, mi abuelo guillotinó un puro, una de mis hermanas preguntó qué significaba “vernácula” y cuando le contesté que papá lo había usado en el sentido de “doméstico”, mi otra hermana me espetó que era un listillo de mierda que no sabía ni comer uvas. Ya no volví a disfrutarlas nunca. Tampoco he vuelto a pasar la Nochevieja con mi familia. No me invitan.
Lógicamente, les tengo una manía vernácula a esos doce peajes que desde entonces me fastidian el cambio de calendario, pues las afronto con miedo. Las uvas son una tradición entrañable, claro, como la propia Navidad, que desde hace milenios celebramos con árbol, belén y camellos de Amazon. O como la competición entre alcaldes para sembrar las aceras con millones de bombillas que nos cieguen la memoria de sus incapacidades gestoras. Pero también constituye un folclore cultural entre algunos aldeanajes de nuestro espumillón patrio lanzar cabras desde el campanario, o apalear a los gays en los discopubs, y ya ves, no me siento hermanado con esas costumbres de mi genética social. Aunque escaquearse de las uvas es difícil: ¿cómo declararse insumiso ante una mesa donde tus humanos más queridos aguardan, con sus ilusiones depositadas en un platillo, a que una bola relojera descienda en la tele y la fruta de Baco les bendiga los 365 días incipientes?
¿Pero qué necesidad tengo de empezar el año arriesgándome a un colapso de la tráquea? ¿Por qué dar el primer beso anual con los carrillos atiborrados de pulpa y saliva, más el hilo de cava que ha podido filtrarse entre ese emplasto desde un trago igualmente acelerado que ha acabado chorreando por mi barbilla? También a vosotros os doy grima, ¿no? Lo sé, conozco esa sensación desde mi infancia. Pero contestadme: ¿para qué las uvas de Nochevieja? A mí, solo por tradición, no me compensan.
Dicha tradición que aquí cuestiono garantiza, supuestamente, suerte, el último asidero que encuentra el intelecto cuando las cosas se ponen cuesta arriba. Esos doce apóstoles o bolas amarillas, bien ensortijadas en tu garganta, te aseguran fortuna desde enero a diciembre siempre que consigas zamparlas en un segundo cada una. ¿Y qué pasa cuando fallas? Pues que ese abril, o ese septiembre, algo se torcerá. Hacienda te meterá un clavo en la declaración trimestral. El móvil nuevo decidirá saltar al inodoro. Tu pareja se dará la vuelta en la cama cuando le eches una mano furtiva a la cintura. Glovo colapsará un domingo por la tarde. De pequeño, procuraba memorizar el número de la uva que se me había atascado durante las campanadas para luego subrayar el mes entenebrecido por mi torpe masticación rápida, y así prepararme para la inevitable desventura. Hasta que un día, exiliado de la casa paterna y harto de imaginar cilicios del destino, decidí documentarme, no fuera que toda esta historia, tras la superstición, escondiera una mentira.
Las uvas nacieron con una imitación y una chanza, que desembocó en una prohibición, que propició a su vez la inevitable revolución consiguiente. Os resumo lo que la maestra Biscayenne ya recopiló aquí con mucho más garbo, porque detrás de esta arqueología se esconde una lección que debemos recuperar.
A finales del siglo XIX, los burgueses españoles empezaron a imitar la costumbre francesa de saludar el nuevo año con champán y uvas, porque así lo habían visto por Biarritz y París: “La costumbre ha sido importada de Francia, pero ha adquirido entre nosotros carta de naturaleza”, contaba el diario El Imparcial el 1 de enero de 1894, a la par que señalaba a las mujeres como las más hospitalarias con el hábito moderno: “Cómelas la casada para ver si consigue modificar el carácter del esposo irascible; la soltera para inflamar el corazón del galán indiferente y desdeñoso; la viuda para llegar a las segundas nupcias y la fea para conseguir el mejoramiento de las facciones que le ha legado la naturaleza”. ¿Machismo? No: libertad. Libertad, amigas y amigos. Concretamente, libertad vernácula.
Mientras los pudientes se afrancesaban, entre el resto, o sea los menestrales, cundía el divertimento de reírse de los turistas que nos visitaban durante la noche de Reyes, a quienes les hacían toda suerte de barrabasadas. Hablamos en todo momento, por supuesto, de Madrid, porque ya sabéis que España es Madrid, y lo demás, tierra de labranza. En 1882, el entonces alcalde capitalino, José Abascal y Carredano, harto de ver cómo el populacho se desfasaba y se mofaba de los foráneos a cuenta de los tres monarcas de colores, impuso una tasa municipal de cinco pesetas a quienes celebrasen la llegada de los Magos, para así salvaguardar a quienes realmente arribaban desde Oriente y Occidente y acababan estafados. Por no hablar del follón y la inmundicia en los que desembocaba el jaraneo de la masa, que ríete tú del actual botellón digital.
Aquel populacho, noventayochista y astracanero, respondió a la protoordenanza de ruidos y decencia cambiando la festividad del 6 de enero por el 31 de diciembre, fecha que no se solía celebrar. Los tarambanas se concentraron en la Plaza del Sol y se tomaron unas uvas al compás del carrillón, cual atildados aristócratas, o cual nuevos ricos rampantes, probablemente dedicando sonoras chocarrerías al señor alcalde. O sea, haciendo el memo, que es como el meme pero en directo. Según esta leyenda (hecha, como todas, de cachos escuchados), aquella chirigota de rebelión, sumada a los tontadas burguesas de salón, se consolidó en 1909 cuando unos agricultores alicantinos promocionaron oficialmente las doce uvas para dar salida a una cosecha excedentaria. Aunque de esto tampoco hay demasiada constancia. (Si cambias los bloques de toda esta historia, de hecho, puedes alcanzar una interpretación distinta. Twitter aguarda nervioso tu opinión).
El origen de esta tradición, como todas, nos revela una enseñanza: las uvas fueron una respuesta popular a problemas acuciantes. España se plantó en la Puerta del Sol y protestó con risa y papeo por sus muchos cabreos. El tránsito de siglo estaba siendo confuso y difícil: el país, recién modernizado, sufría enfrentamientos belicosos entre absolutistas y progresistas, la Casa Real se desprestigiaba al revelarse como un nido de apesebrados, la economía se despeñaba de golpe como una cabra, el caciquismo enquistaba la corrupción… hasta te cobraban una tasa por recibir a los puñeteros Reyes Imaginarios. La sensación general era de una decadencia imparable, los ricos más ricos y los pobres famélica legión, un pesimismo abrumador impregnaba a la población…
¿Os suena?
Siglo y medio después, necesitamos un nuevo motín carpetovetónico, un zarandeo social como aquel de 1882, que le conceda un significado renovado a la esperanza culinaria del 1 de enero ante los muchos trastornos colectivos que acumulamos. Este siglo exige otras uvas. Y la gastronomía, también. (Y evidentemente, mi torpeza personal también). Me explico a continuación.
As food goes by
Llevamos ya dos años de pandemia, cénit de una progresiva incomprensión del mundo que nos está volviendo literalmente locos. Si cobrásemos una tasa de un duro por cada insensatez que se publica en redes sobre la Covid, el pobre Pablo Casado, el Optimus Prime de los Trastorners, acabaría abonando el equivalente a lo robado por su partido. Cuanto más complejos son nuestros atolladeros, menos nos esforzamos por entenderlos, más chorradas nos tragamos. En nuestra afición a la psicomagia, hemos llegado a afirmar que las uvas combaten el coronavirus, como si la suerte vernácula de la vid nos fuera a sacar de este marrón, que en cierto modo resume todos.
“La urbanización, el capitalismo, la geopolítica, el pico del petróleo, el hambre, el calentamiento global… Ante semejante lista de temas, ¿por dónde demonios empezamos? Quizá nos sorprenda saber que hay algo que nos conecta a todos: el alimento […] El alimento encarna todo el desorden, el caos y la suciedad del mundo, así como su orden”.
¿Se me ha ido la olla con ese entrecomillado? No, seguid leyendo.
Llevamos además una década de vida online, de esta forma de relacionarnos telescópicamente (y ya de trabajar) en la que creemos conocer más a la gente, pero dejando progresivamente de verla, juzgándonos por los comportamientos de escaparate que observamos en las redes, no por las conversaciones en la plaza o en el bar o en el campanario. Y la gente, transformada en solo diez años de prometedor 15M en anónimos avatares que supuran mala leche, cada vez nos cae peor, haciendo del mundo (la pantalla), un píxel irrespirable. Haciendo de la sociedad una uva atravesada en la tráquea. Una bola blanca solidificada en el hocico de ese cantante que brama.
“El alimento puede ayudarnos a salir de este engaño, puesto que nos recuerda lo que realmente importa en la vida: la nutrición, el amor, el sentido y la vinculación de unos con otros y con la naturaleza. Las cosas sencillas son la clave para alcanzar la felicidad, y la comida es lo que conecta a todas ellas”.
Llevamos también catorce años de crisis económica, es decir, de esta neoperversión laboral que nos asfixia con la maldita trinidad de “creatividad, emprendimiento y actualización tecnológica”, mientras quienes promueven esos palabros nos recortan el triángulo de “sueldos, vacaciones y jubilación”, o el de “sanidad, educación y servicios sociales”. ¿Es esto comunismo? No, amigas y amigos: es sentido común de menestral. Igual que defender al colectivo LGTBI+ o a los veganos o a los fans de las moñadas de Navidad. La democracia consiste en proteger la libertad hasta del que no entiendes, situándote a ras de los demás. Eres una bola, no la estrella del árbol.
“Un grupo de personas puede marcar una diferencia […]. Nuestro dinero es lo que mueve el sistema alimentario, y nuestras decisiones sobre la comida que compramos y sobre a quién se la compramos tienen mayor influencia de lo que podríamos creer”.
Llevamos además un siglo de sobreexplotación brutal del planeta. Existen 10.000 variedades de uvas en el mundo, pero en diciembre encontramos mayoritariamente la uva aledo, cuya recolección coincide con el final del año, y que se embolsa para favorecer su maduración y para que su piel gruesa, resistente al invierno, se torne fina. ¿Lo sabías? Yo no. Solo sabemos que las uvas del supermercado, como los tomates o las pechugas o las lágrimas de Masterchef, no saben a nada.
“Los supermercados ocultan deliberadamente los orígenes de la carne, pues saben que, si la mayoría de nosotros reconociera un fragmento de animal en el envase, no lo compraríamos. En lo que se refiere a las verduras, puede resultar muy difícil, o directamente imposible, tratar de escoger variedades locales y de temporada en medio de este ‘verano mundial eterno’ en el que vivimos”.
Y por último, llevamos demasiado tiempo sin cocinar. El asfalto de nuestras ciudades se ha llenado de “riders”, de gente en bicicleta con la chepa aplastada por sushis y hamburguesas, que se juegan la vida por cuatro euros entre coches enfadados para depositarnos en el felpudo condumios que hemos renunciado a guisar, freír o asar, porque el exceso de trabajo nos convierte, paradójicamente, en perezosos del ocio. Compramos las uvas huérfanas del racimo, sin piel ni pepitas y ya embolsaditas con su lazo. No queremos masticar la vida, solo engullirla impoluta. Que sea rico, una sorpresa y un juego. Mira, niño, vete al parque y deja de decir paridas.
“A los supermercados les encanta convencernos de que no tenemos tiempo para cocinar. Pero, como es natural, eso es absurdo. Sencillamente, preferimos emplear el tiempo en hacer otra cosa […] Las consecuencias de no cocinar son mucho más graves ahora de lo que fueron hace ya una generación. En nuestra sociedad industrializada y urbanizada, cocinar es la única oportunidad que tenemos la mayoría de ejercer algún control sobre lo que comemos, con todo lo que eso significa. Cocinar no consiste solo en lo que sucede en la cocina; es el punto crucial de la cadena alimentaria; ese punto que, se podría decir, afecta a todo lo que la compone”.
Si alguna fortuna necesitamos en estos tiempos, si algo necesitamos que nos proporcionen las uvas de la esperanza, es, precisamente, recuperar tiempo. Para vernos, para volver a tratarnos, para limpiar el campanario. Para sentirnos, de nuevo, “mayoría”. Reposo, calma y bar, sin tener que apoquinar una sesión de yoga o una consulta de mindfulness o una receta eletrocrónica de psicofármacos. Cada mañana, desde que nos levantamos, ya llegamos tarde, aunque no sepamos exactamente a dónde. Vemos pasar los meses solos frente a la pantalla, desanclados del mundo, en la nube del algoritmo. Viviendo por teléfono, comiendo online, atropellando tictacs, atragantando campanadas. Todos somos “riders”. Todos somos bandejas plastificadas de poliespán.
“La comida es la mercancía más devaluada en el Occidente industrializado, y eso es así porque hemos perdido el contacto con el proceso que subyace a la producción. Como vivimos en ciudades, hemos aprendido a comportarnos como si no perteneciéramos al mundo natural, como si fuéramos una cosa distinta del medio ambiente”.
Ahora, contestadme de nuevo: ¿para qué las uvas de Nochevieja? ¿Solo por la entrañable tradición? Miserable recuerdo hacia quienes las inventaron como protesta y chanza, hacia quienes pasaron a la acción. Para eso, prefiero cascarme doce tragos consecutivos de cava, directamente de la botella. O ya puestos, meterme las doce uvas de golpe en la boca. O lanzar una uva con cada campanada al gaznate del familiar sentado al lado, complicando la tradición con un malabar de teleclub. Pero no, qué va, no hemos leído a Kierkegaard para esto. Si queremos perpetuarlas como símbolo en el siglo XXI, las uvas nos tienen que conectar con la gente, o sea con la Tierra, no con Iker Jiménez o con el teléfono de urgencias. Ya está bien de distopías. O de discusiones sobre la identidad del cachopo o la paella. Lo importante, lo fundamental, amigas y amigos, es la labranza. Saber qué significa cada uva. Saber qué te llevas a la boca.
A esa conclusión he llegado después de leer con felicidad “Ciudades hambrientas”, de Carolyn Steel, mi libro favorito de 2021 y de donde he sacado los anteriores entrecomillados. Así que os propongo un decálogo actualizado para brindar en las campanadas y concederles un sentido que supere el riesgo de traqueotomía. Porque la suerte no llega: se busca. Son doce frases, robadas igualmente del alegato final de mi querida Steel. Una frase por bolica amarilla:
- “Quienesquiera que seamos y allá donde vivamos, podemos tomar decisiones que, en conjunto, marcarían una enorme diferencia acumulativa. Podemos escoger con criterios éticos.
- Podemos reclamar transparencia en la cadena alimentaria.
- Ingerir menos carne y pescado, y pagar más por ellos cuando lo hagamos.
- Apoyar a los productores locales mediante un sistema de lotes de alimentos, mercados de agricultores o agricultura comunitaria.
- Comprar en nuestros comercios de alimentación locales si tenemos la suerte de tenerlos todavía.
- Hablar con los tenderos sobre sus productos; informarles de que nos importa el tema.
- Reclamar que, a quienquiera que compremos nuestro alimento, tanto si son comerciantes locales como supermercados, adquieran los alimentos con criterios éticos en nuestro nombre.
- Adoptar una actitud política. Reclamar acciones al Gobierno.
- Aprender a leer las etiquetas de los alimentos.
- Cocinar más.
- Invitar a nuestros amigos a cenar.
- Comer con nuestros hijos e hijas.
Podéis memorizarlas, o escribirlas con macarrones secos sobre cartulina, o leerlas mientras ingerís las uvas, que por supuesto se podrán comer a la velocidad que a cada uno le dé la gana, liberándonos del reloj. Incluso guardándolas para después, porque la fortuna se construye cada día, según coinciden todas las citas de Instagram. Y os añado una uva extra, que resume estos doce buenos mandamientos en una sentencia: hacer cada mes, al menos, una receta de El Comidista. Seguro que en seguida se convertirá en una a la semana. Hasta que cocinar se solape a vuestra vida como un buen racimo de costumbres colectivas. Hasta que cocinar sea, yo qué sé… una tradición vernácula.