Hace unos meses, fui a un restaurante que se había puesto de moda en Oviedo y que me habían recomendado. La carta, raciones para compartir. Pedí, entre otras viandas, gyozas de cerdo.
Al coger la primera gyoza, el relleno se escapó de su caparazón oriental, entero, perfectamente rectangular, como un bloque de Lego, que cayó al plato.
Lo probé. Los ojos se me quedaron oblicuos.
Semanas después fui a cenar a otro restaurante asturiano. Su carta ofrecía platos internacionales y regionales.
Debí sospechar algo cuando leí que el “cachopo tradicional” estaba elaborado con “ternera asturiana, jamón y mozzarella». Veinticinco años viviendo en Asturias y todavía desconocía que las búfalas son uno de sus animales ancestrales, una ganadería antigua, una lechería cilúrniga.
Llevo desde entonces buscando en Google tonadas dedicadas a la mozzarella, pero no encuentro nada. El algoritmo censura nuestro nacionalismo, odia a nuestra tierra.
El caso es que, sabiéndome ante un local capaz de recuperar y prolongar testimonios folklóricos de tamaño calibre, decidí probar su pitu caleya.
Me pusieron una garra bonita, napada con una salsa refulgente, en una cazuela muy cuca.
Pero la cazuela era muy pequeña. Y la garra. Y el pitu, en consecuencia.
Al hincarle el diente, ese pitu liliputiense no sabía precisamente rural. No creo, de hecho, que hubiera puesto en su vida una pata delante de la otra. Su tamaño, le tersura de su carne y el gusto insustancial—similar al de esos pollos amarilleados con ceras Manley que venden los supermercados asegurando que han sido engendrados en una mazorca de maíz—… visto todo eso, concluí que, como la gyoza mecano, el pitu enano era de quinta gama.
De la quinta gama hablamos en el tercer #odioremartini del programa de Les Fartures en RTPA.
No odiamos la quinta gama en sí misma, sino que el camarero, el chef o la carta no nos informe de ella. Os dejo aquí el programa, junto a unas cuantas aclaraciones, enlaces y un libro, por si queréis ahondar en el tema. En primer lugar, qué leches es la quinta gama.
La industria alimentaria divide los productos en cinco gamas, según su nivel de transformación por la mano del hombre, mujer o mongolo.
Primera gama: alimentos frescos sin tratamiento de ningún tipo. Por ejemplo, una cebolla hermosa como mi… no sé, como un poema.
Segunda gama: alimentos en conserva. Por ejemplo, un tarro de cebollas en aceite.
Tercera gama: alimentos congelados. Por ejemplo…, eeeh… ¡Pero si lo has adivinado tú solo!
Cuarta gama: alimentos envasados y manipulados. Una bolsa con ensalada de cebolla troceada, lavada y lista para que no sepa a nada.
Quinta gama: alimentos cocinados, envasados y listos para consumir. Por ejemplo, cebollas rellenas en salsa de queso mozzarrela para calentar en el microondas (que es un tipo de fornu tradicional de Asturias).
La quinta gama empezó en los supermercados y llegó luego a los restaurantes, según os contamos en el programa. Escuchadlo. Haced el favor, para que sepáis lo que estáis comiendo sin que muchas veces (nunca, en realidad) os lo especifiquen. La mitad de las croquetas caseras que os zampáis proceden del mismo llar tradicional donde se cocina ese pitu caleya incapaz de sostenerse sobre sus patas. O sea, de una industria. Al igual que muchos platos de algunos menús degustación sofisticados. Y ni te cuento en los banquetes de comuniones y bodas.
Y ojo, cuidado, espera, quieto parado, que hay buenas y malas quintas gamas. El problema es que el sector hostelero nos mantenga en la ignoracia respecto a lo que nos despacha, y cuánto nos cobra por ello. Pero, para aprender eso —insisto—, tenéis que escuchar el puto programa. Toda la gente que sale hace cosas buenas y ricas, excepto yo. Yo soy la quinta gama chunga del programa.
Si queréis saber más, como Petete, podéis leer estos artículos:
— “Estas son las croquetas de quinta gama que te venden los bares como caseras”.
— “¿Restaurante o dispensador de comidas?”
— “¿Te lo vas a comer? Restaurantes de quinta gama”.
En el programa, como siempre, recomiendo un librazo. En este caso, Cocinar era una práctica. Transformación digital y cocina, de la antropóloga social Isabel González Turmo. Os dejo una cita que resume lo que está sucediendo en la alta restauración, que, por extensión mercantilista, ya se traspasa a la restauración en general:
El cocinero debe ofrecer, por una parte, la imagen más cercana de la industria de restaurantes. El cliente y los medios quieren ver cómo cocina, conocer su vida, escuchar su relato, que debe construir y readaptar de continuo. Pero, por otra parte, la competencia y la búsqueda de la excelencia requieren equipos de vanguardia y agilidad en la comunicación con el cliente, la industria y la investigación […] El negocio periférico al restaurante ha llegado a ser tan potente que conviene agruparlo por tramos. Sistemas de gestión de inventarios, de desperdicios, de listas de espera o de personal; plataformas para la gestión de reservas, de fidelización, de pago por móvil, de búsqueda de restaurantes o de gestión económica y financiera del propio restaurante. Y empresas de marketing, de eficiencia energética, de fabricación de electrodomésticos inteligentes, de gestión musical, de etiquetado blanco o de servicios wifi. Parece que no todo se cuece ya en la cocina.
En las casas cocinamos menos. Y en algunos restaurantes, lamentablemente, también, como explica Isabel con estudios, reflexiones y sabiduría.
Así que, informaros bien y mirad mejor lo que coméis.
(Os recuerdo que vamos a sortear un ejemplar de La puta gastronomía entre quienes ya estáis compartiendo en redes vuestras manías y odios gastronómicos, bajo las etiquetas #odioremartini u #odioaremartini. Quien gane vendrá al programa a explicar su odio con nosotros).